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Durante mucho tiempo yo era en mis sueños como una conciencia incorpórea dotada de un campo visual más amplio de lo normal, que flotaba libremente en el espacio, aunque utilizaba para desplazarme los medios de transporte y las vías de acceso habituales en ese mundo. Hasta agosto de 1915 no me empezó a atormentar el problema de mi existencia corporal. Y digo atormentar porque, aunque de manera abstracta al principio, dicho problema se me planteó al reaccionar -¡horrible asociación!- mi repugnancia a contemplar mi propio cuerpo con el contenido de mis sueños y visiones.
Durante algún tiempo mi principal preocupación en sueños había sido evitar la visión de mi propio cuerpo, y recuerdo cuánto agradecí entonces la total ausencia de espejos en aquellas extrañas habitaciones. Pero me sentía muy turbado por el hecho de que siempre veía las enormes mesas -cuya altura no sería inferior a tres metros y medio- como si mis ojos se encontrasen al mismo nivel, por lo menos, que su superficie.
Y entonces comencé a sentir cada vez más la morbosa tentación de mirarme. Una noche, por fin, no pude resistir. Al primer golpe de vista no vi absolutamente nada. Un momento después supe por qué: mi cabeza estaba situada al final de un cuello flexible de una longitud increíble. Encogiendo este cuello y mirando atentamente hacia abajo, distinguí una forma cónica y rugosa, iridiscente, cubierta de escamas, de unos cuatro metros de altura y otros tantos de diámetro en la base. Aquella noche desperté a medio Arkham con mi alarido, al saltar como loco de los abismos del sueño.
Sólo después de repetir el mismo sueño, una y otra vez, durante semanas enteras, conseguí acostumbrarme a esta monstruosa visión de mí mismo. Comprobé desde entonces que, en mis visiones, me movía corporalmente entre los demás seres desconocidos, que leía como ellos en los terribles libros de los estantes interminables, y que pasaba horas enteras escribiendo en las grandes mesas, con un punzón, manejado gracias a las antenas que me colgaban de la cabeza.
En mi memoria perduraban retazos de lo que leí y escribí entonces. Estudié las crónicas horribles de otros mundos y otros universos, y tuve conocimiento de las vidas sin forma que palpitan más allá de todo universo. Leí las historias de extraños seres que habían poblado el mundo en tiempos olvidados, y los anales de ciertas criaturas de prodigiosa inteligencia y cuerpo grotesco, que lo habitarían millones de años después que muriese el último hombre.