En la noche de los tiempos (Howard Phillips Lovecraft) Libros Clásicos

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En una palabra sabía dónde estaba. Y no sólo conocía la disposición del edificio, sino también la situación de éste en aquella ciudad soñada. Me daba cuenta con insoslayable certidumbre de que era capaz de dirigirme a cualquier punto de aquella construcción o de aquella ciudad escapada al paso de los tiempos. En nombre del Cielo, ¿qué significaba todo aquello? ¿Cómo había llegado a saber lo que sabía? ¿Qué tremenda realidad se ocultaba tras aquellos relatos antiguos de seres que habían vivido en este laberinto de rocas primordiales?
Las palabras sólo pueden expresar un pálido reflejo del tumultuoso horror que me consumía por dentro. Conocía este lugar. Sabía lo que había debajo de mí, y recordaba las innumerables plantas que se habían alzado sobre el corredor en el cual me encontraba, antes de que se desintegraran en polvo, ruinas y desierto. Pensé con estremecimiento que el débil resplandor lunar que se filtraba por la abertura ya no me era tan necesario.
Me sentía desgarrado entre un deseo loco de huir y una curiosidad febril por continuar el camino que me señalaba mi fatalidad. ¿Qué había sucedido en esta megalópolis monstruosa durante los millones de años transcurridos desde la época remota en que se centraban mis sueños? De todos los laberintos subterráneos que habían minado la ciudad, comunicando entre sí las torres gigantescas, ¿cuántos habían resistido las conmociones de la corteza terrestre?
¿Había dado con todo un mundo primigenio, enterrado bajo las arenas? ¿Sería capaz de encontrar aún la casa del maestro escribano, la torre donde S´gg´ha, cautivo de la raza de carnívoros vegetales de cabeza estrellada, procedente de la Antártida, había labrado ciertas ilustraciones en los entrepaños vacíos de los muros?
¿Estaría aún abierto y transitable, en el segundo sótano, el corredor que daba acceso a la sala de los espíritus cautivos? En aquella sala, el espíritu de un ser increíble y semiplástico que habitará en el vacío interior de un desconocido planeta transplutoniano, dentro de dieciocho millones de años, guardaba una figurilla de terracota modelada por él mismo.
Cerré los ojos y puse todo mi empeño en un inútil y supremo esfuerzo por apartar de mi conciencia estos residuos de sueños quiméricos. Entonces percibí, inequívocamente, una corriente de aire frío y húmedo que brotaba de abajo. A mis pies, no muy lejos de donde estaba, se abría, sin duda alguna, una inmensa sucesión de negros abismos que llevaban miles y miles de años silenciosos y vacíos.

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