En la noche de los tiempos (Howard Phillips Lovecraft) Libros Clásicos

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Una y otra vez me miraba vagamente desasosegado por mi propia forma humana.
Continué avanzando en la negrura saltando y sorteando obstáculos de todo género. En varias ocasiones resbalé y caí, desgarrándome la ropa. Una de las veces a punto estuve de romper la linterna en pedazos. Cada piedra y cada rincón de aquel abismo endemoniado me resultaba conocido. A menudo me detenía a pasear el haz de la linterna por los pasajes abovedados, no por cegados y derruidos menos familiares.
Algunos recintos se habían venido abajo por completo; otros estaban desiertos o llenos de escombros, En unos cuantos vi unas masas de metal -algunas, relativamente intactas; otras, rotas, y otras machacadas y totalmente destruidas-, en las que reconocí los ciclópeos pedestales o mesas de mis sueños.
Encontré la rampa descendente y comencé a bajar... Un momento después me detuve ante una grieta que tendría algo más de un metro por su parte más estrecha. En aquel punto el suelo se había hundido, revelando el negro vacío de las profundidades inferiores.
Yo sabía que aún había dos plantas subterráneas más en este edificio gigantesco, y me estremecí con renovado pánico al recordar las trampas selladas del más profundo de los sótanos, Ya no había guardianes que las vigilaran. Hacía muchísimo tiempo que las criaturas encerradas bajo aquellas losas de piedra habían cumplido su espantosa misión, y ahora se hallarían cada vez más hundidas en su larga decadencia. Para cuando llegase la era de los escarabajos post-humanos, ya habrían desaparecido por completo. Y sin embargo, al pensar en lo que contaban los nativos, no pude evitar otro estremecimiento.
Me costó un gran esfuerzo saltar aquella hendidura. El suelo estaba lleno de escombros y no me permitía tomar impulso. Pero me seguía incitando la locura. Escogí un punto cercano al muro de la izquierda, porque allí la grieta era más estrecha y al otro lado había poco cascote. Tras un instante de ansiedad aterricé felizmente en la otra parte.
Por último llegué a la planta inferior y crucé la sala de máquinas, llena de fantásticos restos metálicos, medio enterrados bajo las bóvedas desplomadas. Todo estaba donde yo sabía que debía estar y, muy seguro de mí mismo, escalé los escombros que obstruían la entrada de un gran corredor transversal que debía llevarme, por debajo de la ciudad, a los archivos centrales.
Mientras avanzaba, saltando y tropezando por aquel corredor, pareció desplegarse ante mí el panorama de todas las edades del mundo.

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