La Hoya de las Brujas (Howard Phillips Lovecraft y August Derleth) Libros Clásicos

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Lo que cuenta es lo que mi gente quiere.
-Bien, hablaré con ellos -decidí en ese momento-. Vamos. Te llevaré a casa.
Por un instante, apareció en su expresión una sombra de alarma, pero unos segundos después se disipó, dando paso a ese aspecto de letargo vigilante tan característico en él. Se volvió a encoger de hombros y permaneció de pie, esperando, mientras guardaba yo mis libros y papeles en la cartera que habitualmente llevaba conmigo. Luego caminó dócilmente a mi lado hasta el coche y subió, mirándome con una sonrisa de inequívoca superioridad.
Nos internamos en el bosque; íbamos en silencio, muy en armonía con la melancólica tristeza que se iba apoderando de mí al entrar en la región de las colinas. Los árboles se ceñían a la carretera y cuanto más nos adentrábamos, más sombrío se volvía el bosque (tanto quizá porque estábamos a últimos de octubre como por la espesura cada vez mayor de la arboleda). De unos claros relativamente extensos, nos sumergimos en un bosque antiguo; y cuando finalmente nos desviamos por un camino vecinal -poco más que una vereda- que me señaló Andrew en silencio, comenzamos a rodar por entre árboles viejísimos, extrañamente deformados. Tenía que conducir con precaución; el camino era tan poco transitado que la maleza lo invadía por ambos lados. Y, cosa extraña, a pesar de mis estudios de botánica, aquellas plantas me resultaban desconocidas, aunque me pareció observar que había algunas saxífragas que presentaban una curiosa mutación. De pronto, inesperadamente, desembocamos en el cercado de la casa de los Potter.
El sol se había ocultado tras la muralla de árboles y la casa estaba sumida en una luz de crepúsculo. Más allá, valle arriba, se entendían unos pocos campos de labor. En uno había maíz; en otro, rastrojo; en otro, calabazas. La casa propiamente dicha era horrible; estaba casi en ruinas y tenía un piso alto que ocupaba la mitad de la planta, un tejado abuhardillado, y postigos en las ventanas; sus dependencias, frías y desmanteladas, parecían no haber sido usadas jamás. La granja entera parecía abandonada. Las únicas señales de vida consistían en unas cuantas gallinas que escarbaban la tierra detrás de la casa.
Si no hubiera sido porque el camino que habíamos tomado terminaba aquí, habría puesto en duda que ésta fuera la casa de los Potter. Andrew me lanzó una mirada como tratando de adivinar mis pensamientos. Luego saltó con ligereza del coche, dejándome que le siguiera.

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