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Me senté al volante, cogí una piedra y la deslicé en mi bolsillo; cogí otra, me volví como un rayo y la apreté contra la frente de Andrew.
Yo no sabía lo que iba a suceder; pero desde luego, nunca habría imaginado lo que realmente sucedió.
Al contacto con la piedra, asomó a los ojos de Andrew Potter una expresión de extremado horror; inmediatamente siguió una expresión de angustia punzante, y un grito de espanto brotó de sus labios. Extendió los brazos, sus libros se desparramaron, giró en redondo, se estremeció, echando espumarajos por la boca, y habría caído de no haberle cogido yo para depositarlo en el suelo. Entonces me di cuenta del frío y furioso viento que se arremolinaba en derredor nuestro y se alejaba doblando la yerba y las flores, azotando el linde del bosque y deshojando los árboles que encontraba en su camino. Aterrorizado, coloqué a Andrew Potter en el coche, le puse la piedra sobre el pecho y, pisando el acelerador a fondo, enfilé hacia Arkham, situada a más de doce kilómetros de distancia. El profesor Keane me estaba esperando. Mi llegada no le sorprendió en absoluto. También había previsto que le llevaría a Andrew Potter, ya que había preparado una cama para él. Entre los dos lo acomodamos allí; después, Keane le administró un calmante.
Entonces se dirigió a mí:
-Bien, ahora no hay tiempo que perder. Irán a buscarle. Seguramente irá la muchacha primero. Debemos volver a la escuela inmediatamente.
Pero entonces comprendí todo el horrible significado de lo que le había sucedido a Andrew, y me eché a temblar de tal manera que Keane tuvo que sacarme a la calle casi a rastras. Aun ahora, al escribir estas palabras, después de transcurrido tanto tiempo desde los terribles acontecimientos de aquella noche, siento de nuevo el horror que se apoderó de mí al enfrentarme por vez primera con lo desconocido, consciente de mi pequeñez e impotencia frente a la inmensidad cósmica. En ese momento comprendí que lo que había leído en aquel libro prohibido de la biblioteca universitaria no era un fárrago de supersticiones, sino la clave de unos misterios insospechados para la ciencia, y mucho, muchísimo más antiguos que el género humano. No me atreví a imaginar lo que el viejo Hechicero Potter había hecho bajar del firmamento.
A duras penas oía las palabras del profesor Keane, que me instaba a reprimir toda reacción emocional y a enfocar los hechos de un modo más científico y objetivo.