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La lámpara de Alhazred
H. P. Lovecraft y August Derleth
Siete años habían transcurrido desde la desaparición de su abuelo Whipple cuando Ward Phillips recibió la lámpara. Esta, así como la casa de la calle Angell, donde vivía Ward, habían pertenecido a su abuelo. Phillips había estado habitando en la casa desde la desaparición de su abuelo, pero la lámpara había quedado en manos del abogado hasta pasados los siete años que deberían transcurrir hasta darle definitivamente por muerto. Había sido deseo de su abuelo que la lámpara estuviese bien guardada durante esos años, en manos del ahogado, por si acaeciese algo imprevisto, la muerte o cualquier otro accidente. El caso era que Phillips dispusiese del tiempo necesario para familiarizarse con la imponente biblioteca de Whipple, en la que le esperaba una gran cantidad de sabiduría. El viejo Whipple había decidido que, cuando Phillips hubiese acabado de leer los enormes volúmenes que llenaban las estanterías, habría alcanzado un grado de madurez suficiente para poder heredar el «tesoro más valioso» de su abuelo, según declaración del propio Whipple.
Phillips tenía entonces treinta años y una salud delicada, lo cual era normal, pues desde niño, siempre había sido un poco enfermizo. Había nacido en el seno de una familia medianamente rica, pero los ahorros de su abuelo volaron en unas inversiones desacertadas, de modo que a Phillips lo único que le quedaba era la casa de la calle Angell y lo que ésta encerraba. Phillips trabajaba como redactor en unas revistas de escándalo, y luego, para redondear las pocas ganancias que le producía el oficio, se dedicaba a revisar y corregir los innumerables y poco prometedores manuscritos de prosa o de poesía que otros escritores, más inexpertos que él, le enviaban con la esperanza de llegar a ver su obra publicada, una vez que la pluma de Phillips hubiese obrado un milagro. La vida sedentaria que llevaba no había mejorado su resistencia a la enfermedad; era alto, delgado, llevaba gafas, tenía frecuentes catarros y, una vez, para gran vergüenza suya, enfermó del sarampión.
Cuando los días eran cálidos, le gustaba mucho pasear por los campos donde había jugado de pequeño. En esas ocasiones, solía llevar sus papeles debajo del brazo y trabajar al aire libre, sentado en la encantadora y frondosa ribera del río que, durante su infancia, había sido su escondite predilecto. Esta orilla del río Seekonk no había cambiado en todos esos años, y Phillips, que vivía mucho del pasado, creía que una forma de desafiar el tiempo era permanecer cerca de los lugares que no cambiaban.