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los otros dos, apoyándose a la derecha sobre nueve y a la izquierda sobre
ocho sílabas (537). La misma distancia hay entre el alpha y omega, que
entre el agujero más grande de la flauta, el que da la nota más grave, y
el pequeño, que da el más agudo; y el mismo número es el que constituye la
armonía completa del cielo.
Es preciso no preocuparse con semejantes pequeñeces. Estas son
relaciones que no deben buscarse ni encontrarse en los seres eternos,
puesto que ni siquiera es preciso buscarlas en los seres perecederos.
En una palabra, vemos desvanecerse delante de nuestro examen los
caracteres con que honraron a esas naturalezas, que entre los números
pertenecen a la clase del bien, y a sus contrarios, a los seres
matemáticos, en fin, los filósofos que los constituyen en causas del
Universo: ningún ser matemático es causa en ninguno de los sentidos que
hemos determinado al hablar de los principios (538). Sin embargo, ellos
nos revelan el bien que reside en las cosas, y a la clase de lo bello
pertenecen lo impar, lo recto, lo igual y ciertas potencias de los
números. Hay paridad numérica entre las estaciones del año y tal número
determinado, pero nada más. A esto es preciso reducir todas estas
consecuencias que se quieren sacar de las observaciones matemáticas. Las
relaciones en cuestión se parecen mucho a coincidencias fortuitas: éstas
son accidentes; pero éstos pertenecen igualmente a dos géneros de seres:
tienen una unidad, la analogía. Porque en cada categoría hay algo análogo:
lo mismo que en la longitud la analogía es lo recto, lo es el nivel en lo
ancho; en el número es probablemente el impar; en el color, lo blanco.
Digamos también que los números ideales no pueden ser tampoco causa de los
acordes de música: aunque iguales bajo la relación de especie, difieren
entre sí, porque las mónadas difieren unas de otras. De aquí se sigue que
no se pueden admitir las ideas.