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las exclamaciones de los que perdían le acogieron, y las apuestas y la rifa se resolvieron
por estas circunstancias:
El práctico era casado,
No tenía berruga,
Tenía bigote rubio,
Había saltado con los pies juntos.
Y, por último, eran las cuatro y treinta y seis minutos, en el momento en que pisaba el
Great-Eastern.
El poseedor del vigésimo tercero cuarto de hora, ganaba pues, 96 dólares. Era el capitán
Corsican, que no se ocupa ba de semejante ganancia. No tardó en aparecer sobre cubierta,
cuando se enteró de lo ocurrido, rogó al capitán Anderson que entregase sus ganancias a
la viuda del pobre marinero tan desgraciadamente muerto por el golpe de mar. El
comandante le apretó la mano, sin decir una palabra. Un instante después, un marinero se
acercó a Corsican.
-Caballero -le dijo-, los compañeros me envían a deciros que sois un hombre de bien.
Os dan las gracias en nombre del pobre Wilson, que no puede dároslas en persona.
Corsican, conmovido, estrechó la mano del marinero.
El práctico, de aspecto poco marino, con sombrero de hule, pantalón negro, levita parda
con forro encarnado y un gran paraguas, era a la sazón el amo del buque.
Al saltar sobre cubierta, soltó un paquete de periódicos, a los cuales se precipitaron con
avidez los viajeros. Aquellos papeles, que contenían noticias de Europa y de América,
eran el lazo político y civil que se estrechaba entre el Great-Eastern y ambos continentes.
CAPÍTULO XXXIII
La tempestad estaba preparada. Iba a comenzar la lucha de los elementos. Una especie
de bóveda de nubes, de matiz uniforme, se redondeaba sobre nosotros. La atmósfera,
oscurecida, era algodonosa por su aspecto. La Naturaleza quería dar la razón al doctor
Pitferge. La marcha del buque iba siendo cada vez más lenta. Las ruedas solo daban tres o
cuatro vueltas por minuto. Torbellinos de blanco vapor se escapaban por las entreabiertas
válvulas. Las cadenas de las anclas estaban dispuestas. El pabellón inglés ondeaba en el
pico-cangrejo. El capitán Anderson había tomado todas las medidas precisas para
fondear. Desde lo alto del tambor de estribor, el práctico, haciendo señales con la mano,
ordenaba las evoluciones precisas para que el buque penetrara en los estrechos pasos.
Pero el reflujo empezaba y el Great-Eastern no podían franquear la barra de la des-