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acercó a nosotros.
-¡La salvaremos! -me dijo-. ¡La salvaremos! Todo los días espero la resurrección de su
alma. Hoy,, mañana tal vez, ¡mi Elena me será devuelta! ¡Ah! ¡Cielo clemente! ¡Bendito
seas! Permaneceremos aquí cuanto tiempo sea preciso por ella. ¿No es verdad,
Arquibaldo?
El capitán apretó con efusión a Fabián contra su pecho. Fabián se volvió hacia mí y al
doctor. Nos prodigó sus muestras de cariño. Nos envolvía en su esperanza. ¡Y jamás
estuvo mejor fundada! La curación de Elena estaba próxima...
Pero forzoso era para nosotros partir. Apenas nos quedaba una hora para llegar a
Niágara Falls. En el momento que nos separamos de tan queridos amigos, Elena dormía
aún. Fabián nos abrazó. Corsican nos ofreció darnos, por telegrama, noticias de Elena, y a
las doce habíamos salido de Clifton-House.
CAPÍTULO XXXIX
Algunos instantes después, bajábamos por una cuesta muy larga de la orilla canadiense,
que nos condujo a la orilla del río, casi enteramente obstruido por los hielos. Una barca
nos esperaba para llevarnos «a América». Un viajero, ingeniero de Kentucky, que reveló
al doctor su nombre y profesión, estaba ya embarcado. Nos sentamos junto a él sin perder
momento; ya separando los témpanos, ya rompiéndolos, la barca llegó al medio del río,
donde tenía el paso más expedito. Desde allí dirigimos la última mirada a la admirable
catarata del Niágara. Nuestro compañero la examinaba atentamente.
-¡Qué hermosa es! -le dije-. ¡Es admirable!
-Sí -me respondió-; pero ¡cuánta fuerza motriz desperdiciada! ¿Qué molino podría
poner en movimiento, con semejante salto de agua?
Jamás he experimentado más feroz deseo de echar un ingeniero al agua.
En la otra orilla un pequeño ferrocarril, casi vertical, movido por un canal desviado de
la catarata americana, nos llevó a la altura, en pocos segundos. A la una y media
tomábamos el expreso que, a las dos y cuarto, nos dejaba en Buffalo. Después de visitar
esta reciente y hermosa ciudad, después de haber probado el agua del lago Erie, tomamos
el ferrocarril central, a las seis de la tarde. Al otro día, llegamos a Albany, y el ferrocarril
del Hudson que corre a flor de agua a lo largo de la orilla, nos dejaba en Nueva York, a
las pocas horas.
Empleé el día siguiente en recorrer, acompañado del infatigable doctor, la ciudad, el río