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Si fuera su aliento tan pestífero como sus términos, no habría modo de vivir a su lado; infestaría hasta la estrella polar. No la quisiera por esposa, aunque trajese en dote cuanto poseyó Adán antes del primer pecado. Hubiera obligado a Hércules a dar vueltas al asador, no cabe duda, y aun a hacer astillas su clava para encender el fuego. Vamos, no hablemos de ella. Acabaríais por reconocer en ella a la infernal Até lujosamente ataviada. Por Dios, que fuera bueno que algún sabio la sometiera a conjuro; porque, a la verdad, mientras ella aliente sobre la tierra, el hombre hallará más paz en el infierno que en un santuario; y las gentes perecerán adrede para ir allí cuanto antes; así que, de veras, todo desasosiego, horror y perturbación la siguen.
Vuelven a entrar CLAUDIO, BEATRIZ, HERO y LEONATO.
DON PEDRO.-Miradla, aquí viene.
BENEDICTO.-¿No podría vuestra gracia darme algún encargo para el fin del mundo? Iría en este momento a los antípodas con el recado de menos importancia que quisierais confiarme. Os traería ahora mismo un mondadientes del más apartado extremo del Asia; os procuraría la medida del pie del preste Juan de las Indias; os proporcionaría un pelo de la barba del Gran Kan; os desempeñaría cualquier embajada cerca de los pigmeos, antes que cambiar tres palabras con esa arpía. ¿No tenéis destino para mí?
DON PEDRO.-Ninguno, sino desear vuestra buena compañía.
BENEDICTO.-¡Oh Dios! He aquí, señor, un plato que no es de mi gusto: no puedo tragar a esta señora Lengua. (Sale.)
DON PEDRO.-Vamos, señora, vamos; habéis perdido el corazón del signior Benedicto.
BEATRIZ.-Efectivamente, señor; me lo prestó por algunos instantes, y, como interés, le di un corazón doble por el suyo sencillo; empero, ¡pardiez!, que en otra ocasión me lo ganó con dados falsos; de donde bien puede decir vuestra gracia que lo he perdido.
DON PEDRO.-Le tenéis abatido, señora; le tenéis debajo.
BEATRIZ.-No quisiera que hiciese otro tanto conmigo, señor; me vería en peligro de ser madre de locos. Aquí os traigo al conde Claudio, a quien me mandasteis buscar.
DON PEDRO.-¡Cómo! ¡Qué es eso, conde! ¿Por qué estáis triste?
CLAUDIO.-No estoy triste, señor.
DON PEDRO.-Qué entonces, ¿enfermo?
CLAUDIO.-Tampoco, señor.
BEATRIZ.-El conde no está triste, ni enfermo, ni alegre, ni sano; es civil, un conde de Sevilla, como las naranjas, y de ese mismo color celoso.