Secretos de Monte Carlo (1)

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Me parece que fue Talleyrand quien dijera: â??De todas las emociones humanas, ninguna es tan fructífera en vilezas e inmoralidad como el juegoâ?. Jamás fueron pronunciadas palabras tan certeras. El juego nada rinde ni nada trae en su camino que no sea muerte, deshonor y el descuidado quebrantar de los diez mandamientos... y también del undécimo, que consiste como ustedes saben en: "Jamás te hallarás a ti mismo....".

�ltimamente se ha vuelto una costumbre entre los jugadores -cuando pierden- el sentarse y ponerse a escribir para el público, omitiendo referencias a tales pérdidas, pero haciendo sí, grandes gestos sobre la suma total de sus ganancias, y dando, de tal modo, la falsa perspectiva de que una fortuna está aguardándonos sobre las mesas de juego de cualquier casino internacional; esperando a quienquiera que se decida a venir y recogerla. Por mi parte diré, yo que he sido croupier cerca de quince largos años, y lo diré enfáticamente, que cualquiera que piense en visitar un Casino, ganar una fortuna -y mantenerla- está viviendo en un paraíso de tontos. Desde luego que Ud. puede ganar una fortuna en un golpe -en una sola vuelta de la ruleta- pero tan seguramente como el mundo gira sobre su eje, así un día Ud. regresará a las mesas -y perderá esa fortuna, probablemente con intereses-. Ha sido probado, una y otra vez, y yo como croupier con años de actuación estoy aún por ver al hombre afortunado que logró llevarse una fortuna del Casino... y mantenerla.

El jugador puede que no retorne y pierda en la misma mesa, o en el mismo Casino, pero a semejanza del dinero mal habido, las ganancias del juego están malditas, y el jugador que las logra, tarde o temprano las perderá en su nueva tentativa frente al azar. No son éstas mis simples presunciones, sino hechos; cualquiera que afirme que el dinero puede ganarse fácilmente al juego es un impostor o un embaucador.

Demostrado entonces que el juego es medio-hermano del Diablo, comenzaré con mis reminiscencias: recuerdos de diez años de trabajo activo como croupier en casi todos los Casinos de Europa, desde Montecarlo a Le Touquet, sin incluir los tres años pasados en el French Air Service, durante la Gran Guerra.

Escucharán ustedes la historia íntima y completa del juego en los grandes casinos, desde el ángulo de la Banca, y a través de la observación sobria de uno de sus miembros, indiferente a las pérdidas o ganancias, ya que para un croupier el hecho de jugar él mismo significa en los Casinos franceses su instantánea destitución.

Mi primer puesto lo tuve en el más grande Casino del mundo: Montecarlo. Y obtuve esa entrada inicial dentro del mundo del juego de una manera más bien curiosa. Caminaba un día por la Rue de Rivoli, en París, cuando reparé de pronto que frente a mí un hombre bien trajeado dejaba caer algo que semejaba un paquetillo. Recogiéndolo descubrí que se trataba de una billetera. Con paso rápido alcancé al desconocido, y le entregué el hallazgo. Agradeciéndome con efusividad, me propuso cenar en su compañía, y no teniendo nada mejor que hacer, acepté.

Por encima de una "omelette", me enteré de que mi nuevo amigo no era otro que Monsieur Jean Zumac, una de las grandes potencias de la "Societé des Bains de Mer", compañía que era propietaria del Casino de Monte Carlo. Para resumir mi historia, M. Zumac recompensó mi honestidad en devolverle su cartera, ofreciéndome una plaza de "croupier" en su famoso Casino, el cual tenía por entonces el magnífico salario de 1000 francos al mes... y el franco estaba a la par...

Dos días más tarde atravesaba yo el valle en dirección a la Estación, y dejando atrás el Jardín Botánico frente al Casino, presentaba la carta de M. Zumac, a "Monsieur Le Directeur". Había esperado que se me daría un puesto junto a las mesas aquella misma noche, pero pronto me desilusioné acerca de ello, al descubrir que, por lo menos durante un mes, debería seguir un curso de adiestramiento intensivo de los misterios de la ruleta, baccarat y â??chemin de ferâ?... desde el punto de vista del croupier. En aquellos lejanos días la "Societé" tenía una escuela permanente para sus empleados del Casino en Mónaco, dirigida por instructores bien calificados. Y así durante ocho horas diarias yo me sentaba a leer, y a observar las prácticas de instrucción, de la ruleta y otros juegos similares... y se me fue iniciando en las maneras del croupier. Cómo escudriñar a los jugadores fulleros, y a los disimulados rateros que se alzan con las ganancias de otros mientras no los observan. Bastante extraño, las mujeres son las más controladas en tal sentido. Pero no entraré aquí a describir todas las trampas y trucos que se me enseñó a descubrir; más bien los haré desfilar en conexión con incidencias directas.

Vino por fin el día en que me endosé un inmaculado traje de etiqueta, y conducido por el "Directeur de Salle", ocupé mi lugar en una de las ruletas más pequeñas en la sala exterior. Era ya un croupier plenamente calificado. Y de este modo, a las diez menos diez de un anochecer de febrero, y de un año que no quiero recordar, lancé a girar la rueda mágica, por primera vez en tal carácter. Lo recuerdo vívidamente aún.

Por aquellas épocas Monte Carlo era un sitio diferente al que es hoy. Con el Imperio Germano en la cúspide de su poder, y la Corte Imperial de los Zares encarnada en el tope de la ola previa a la caída, Monte Carlo era un mosaico de Reyes, Reinas, Príncipes, Grandes Duques, Barones, Vizcondeses... en fin, nueve de cada diez contertulios al Casino, llevaban un título en su mano... fuera él auténtico o espúreo. Además todo el mundo tenía dinero, y sabía ingeniarse para perderlo. Hoy los únicos que lo tienen son americanos o nuevos ricos de la industria... que se ingenian para no perderlo. Y cuando lo hacen, no es de aquella manera graciosa de la vieja "noblesse", sacudiendo los hombros y ordenando otra botella de champagne por esa apenas banal pérdida de cincuenta mil francos; o si no buscando solaz entre los brazos de alguna de aquellas hermosas "demi-mondaines" que decoraban el ambiente de todas las salas de Monte Carlo.

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