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valeroso emperador Pentapolín del Arremangado Brazo, seguidme todos: veréis
cuán fácilmente le doy venganza de su enemigo Alefanfarón de la Trapobana!
Esto diciendo, se entró por medio del escuadrón de las ovejas, y comenzó de
alanceallas con tanto coraje y denuedo como si de veras alanceara a sus
mortales enemigos. Los pastores y ganaderos que con la manada venían
dábanle voces que no hiciese aquello; pero, viendo que no aprovechaban,
desciñéronse las hondas y comenzaron a saludalle los oídos con piedras como
el puño. Don Quijote no se curaba de las piedras; antes, discurriendo a
todas partes, decía:
-¿Adónde estás, soberbio Alifanfuón? Vente a mí; que un caballero solo soy,
que desea, de solo a solo, probar tus fuerzas y quitarte la vida, en pena
de la que das al valeroso Pentapolín Garamanta.
Llegó en esto una peladilla de arroyo, y, dándole en un lado, le sepultó
dos costillas en el cuerpo. Viéndose tan maltrecho, creyó sin duda que
estaba muerto o malferido, y, acordándose de su licor, sacó su alcuza y
púsosela a la boca, y comenzó a echar licor en el estómago; mas, antes que
acabase de envasar lo que a él le parecía que era bastante, llegó otra
almendra y diole en la mano y en el alcuza tan de lleno que se la hizo
pedazos, llevándole de camino tres o cuatro dientes y muelas de la boca, y
machucándole malamente dos dedos de la mano.
Tal fue el golpe primero, y tal el segundo, que le fue forzoso al pobre
caballero dar consigo del caballo abajo. Llegáronse a él los pastores y
creyeron que le habían muerto; y así, con mucha priesa, recogieron su
ganado, y cargaron de las reses muertas, que pasaban de siete, y, sin
averiguar otra cosa, se fueron.
Estábase todo este tiempo Sancho sobre la cuesta, mirando las locuras que
su amo hacía, y arrancábase las barbas, maldiciendo la hora y el punto en
que la fortuna se le había dado a conocer. Viéndole, pues, caído en el
suelo, y que ya los pastores se habían ido, bajó de la cuesta y llegóse a
él, y hallóle de muy mal arte, aunque no había perdido el sentido, y
díjole:
-¿No le decía yo, señor don Quijote, que se volviese, que los que iba a
acometer no eran ejércitos, sino manadas de carneros?
-Como eso puede desparecer y contrahacer aquel ladrón del sabio mi enemigo.
Sábete, Sancho, que es muy fácil cosa a los tales hacernos parecer lo que
quieren, y este maligno que me persigue, envidioso de la gloria que vio que
yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escuadrones de enemigos
en manadas de ovejas. Si no, haz una cosa, Sancho, por mi vida, porque te