Memorias del subsuelo (Fedor Dostoiewski) Libros Clásicos

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Era un rostro pálido, vil, rencoroso, coronado por unos cabellos en desorden. «Mejor -pensé-. Me alegro. Le pareceré repulsivo, y esto me complace.»

VI

Al otro lado del tabique empezó a roncar un reloj. Se diría que era un hombre al que apretaban violentamente por la garganta. A este ronquido considerablemente largo siguió un agudo y ridículo campanilleo, tan claro, que daba la impresión de que alguien había avanzado de pronto. ¡Eran las dos! Volví a la realidad. No estaba durmiendo, pero sí sumido en una especie de sopor.
La oscuridad era casi absoluta en aquella habitación reducida, de techo bajo y tan repleta de muebles, que apenas se podía uno mover. Había allí un gran armario ropero, sombrereras, vestidos tirados en desorden, trozos de ropa. El cabo de vela que ardía en un rincón, sobre una mesa, se consumía y sólo emitía ya un débil resplandor. Transcurridos unos minutos, la oscuridad sería completa.
Volví en mí rápidamente. Me acordé de todo inmediatamente, sin esfuerzo, como si mis recuerdos estuvieran esperando mi despertar para precipitarse sobre mí. Por otra parte, incluso cuando estaba aletargado, persistía en mi cerebro una especie de idea fija de la que no podía librarme y alrededor de la cual giraban pesadamente mis pensamientos. Pero me ocurrió algo extraño: al despertar, todo lo que me había sucedido aquel día me pareció que había pasado hacía mucho tiempo, que había vivido aquellos hechos años atrás.
Tenía la cabeza pesada. Me parecía que algo giraba sobre ella, rozándola. Esto me inquietaba y me excitaba. La angustia y la cólera hervían de nuevo en mi interior y buscaban una salida. De pronto vi a mi lado dos ojos muy abiertos que me miraban fijamente, con obstinada curiosidad. Aquella mirada era glacial, sombría, indiferente; parecía proceder de muy lejos y producía una impresión en extremo desagradable.
Una idea oscura surgió en mi espíritu y comunicó a todo mi cuerpo una sensación ingrata, semejante a la que se experimentaría al penetrar en un subterráneo húmedo, asfixiante. No me pareció natural que aquellos ojos hubieran empezado a examinarme entonces, en aquel instante. Recuerdo también que en las dos horas que acababan de transcurrir no había cruzado una sola palabra con aquella joven y que ni siquiera me había parecido necesario hacerla. Por el contrario, aquel silencio me producía cierto placer. Y en aquel momento vi claramente la sinrazón, la fealdad del desenfreno que, sin amor, brutal e impúdicamente, empieza, sin ningún preámbulo por el acto que corona el verdadero amor.

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