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A estas razones abrió Marco Antonio los ojos y los puso atentamente en el rostro de Leocadia, y, habiéndola casi conocido, más por el órgano de la voz que por la vista, con voz debilitada y doliente le dijo:
-Decid, señor, lo que quisiéredes, que no estoy tan al cabo que no pueda escucharos, ni esa voz me es tan desagradable que me cause fastidio el oírla.
Atentísima estaba a todo este coloquio Teodosia, y cada palabra que Leocadia decía era una aguda saeta que le atravesaba el corazón, y aun el alma de don Rafael, que asimismo la escuchaba. Y, prosiguiendo Leocadia, dijo:
-Si el golpe de la cabeza, o, por mejor decir, el que a mí me han dado en el alma, no os ha llevado, señor Marco Antonio, de la memoria la imagen de aquella que poco tiempo ha que vos decíades ser vuestra gloria y vuestro cielo, bien os debéis acordar quién fue Leocadia, y cuál fue la palabra que le distes firmada en una cédula de vuestra mano y letra; ni se os habrá olvidado el valor de sus padres, la entereza de su recato y honestidad y la obligación en que le estáis, por haber acudido a vuestro gusto en todo lo que quisistes. Si esto no se os ha olvidado, aunque me veáis en este traje tan diferente, conoceréis con facilidad que yo soy Leocadia, que, temerosa que nuevos accidentes y nuevas ocasiones no me quitasen lo que tan justamente es mío, así como supe que de vuestro lugar os habíades partido, atropellando por infinitos inconvenientes, determiné seguiros en este hábito, con intención de buscaros por todas las partes de la tierra hasta hallaros.