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Haréis muy bien en creer que el honor y las convicciones de vuestro dependiente no se rajarán con los golpes de un ariete de cincuenta mil pesos fuertes; pero será mejor que no lo probéis, mayormente si las consecuencias fuesen irreparables.
Un amigo os ha hecho grandes ofrecimientos, y no podéis dudar que son sinceros. La amistad es antigua, los títulos muchos y poderosos, la simpatía de los corazones está probada y, para colmo de dicha, hay identidad de ideas y sentimientos. Preséntase de improviso un negocio en que vuestra amistad le ha de costar cara; si no os sacrifica, se expone a graves pérdidas, a inminentes peligros. Para lo que pudiera suceder, resignaos a ser víctima, temed que las afectuosas protestas se quedarán sin cumplirse y que, en cambio de vuestro duelo, se os pagará con una satisfacción tan gemebunda como estéril.
Estáis viendo a una autoridad en aprieto; se la quiere forzar a un acto de alta trascendencia, a que no puede acceder sin degradarse, sin faltar a sus deberes más sagrados, sin comprometer intereses de la mayor importancia. El magistrado es, naturalmente, recto; en su larga carrera no se le conoce una felonía, y su entereza está acompañada de cierta firmeza de carácter. Los antecedentes no son malos. Sin embargo, cuando veáis que la tempestad arrecia, que el motín sube ya la escalera, cuando golpee a la puerta del gabinete el osado demagogo que lleva en una mano el papel que se ha de firmar y en otra el puñal o una pistola amartillada, temed más por la suerte del negocio que por la vida del magistrado. Es probable que no morirá: la entereza no es el heroísmo.