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Con los anteriores ejemplos se echa de ver que en algunas ocasiones es lícito y muy prudente desconfiar de la virtud de los hombres, lo que acontece cuando el obrar bien exige una disposición de ánimo que la razón, la experiencia y la misma religión nos enseñan ser muy rara. Es claro, además, que para sospechar mal no siempre será menester que el apuro sea tal como se ha pintado. Para el común de los hombres suele bastar mucho menos, y para los decididamente malos, la simple oportunidad equivale a vehemente tentación. Así, no es posible señalar otra regla para discernir los casos, sino que es preciso atender a las circunstancias de la persona que es el objeto del juicio, graduando la probabilidad del mal por su habitual inclinación a él o su adhesión a la virtud.
De estas consideraciones nacen las otras reglas.
Regla 2ª
Para comparar cuál será la conducta de una persona en un caso dado es preciso conocer su inteligencia, su índole, carácter, moralidad, intereses y cuanto pueda influir en su determinación.
El hombre, aunque dotado de libertad de albedrío, no deja de estar sujeto a una muchedumbre de influencias que contribuyen poderosamente a decidirle. El olvido de una sola circunstancia nos puede llevar al error. Así, suponiendo que un hombre está en un compromiso del que le es difícil salir sin faltar a sus deberes, parece a primera vista que en sabiendo cuál es su moralidad y cuáles los obstáculos que a la sazón median para obrar conforme a ella, tenemos datos bastantes para pronosticar sobre el éxito. Pero entonces no llevamos en cuenta una cualidad que influye sobremanera en casos semejantes: la firmeza de carácter.