Página 10 de 15
Los diarios estaban llenos de estadísticas sorprendentes en la mañana del séptimo día, aunque no se advirtió en el momento de entrar en prensa el significado absoluto de las cifras alarmantes. Yo vivía entonces en Ealing, suburbio occidental de Londres, y llegaba todas las mañanas a Cannon Street con cierto tren. No había experimentado hasta el sexto día inconveniente alguno a causa de la niebla, y ello se debió, estoy convencido, al operar inadvertido de la máquina norteamericana. Sir John no vino a la ciudad el quinto y el sexto días, pero estaba en su oficina en el séptimo. La Puerta entre la suya y la mía estaba cerrada.
Poco después de las diez oí un grito en su oficina seguido por una pesada caída. Abrí la puerta y vi a Sir John boca abajo en el suelo. Cuando acudía presuroso hacia él, sentí por primera vez el efecto letal de la atmósfera desoxigenada, y antes de llegar caí, primero sobre una rodilla y después a lo largo. Me di cuenta de que mis sentidos me abandonaban, y me arrastré instintivamente de regreso a mi propia oficina, donde desapareció al momento la opresión y me puse otra vez en pie, boqueando. Cerré la puerta de la oficina de Sir John por creerla llena de emanaciones letales, como por cierto lo estaba. Grité muy alto pidiendo ayuda, pero no hubo respuesta. Al abrir la puerta que daba a la oficina principal me encontré otra vez con lo que pensé, que era el vapor nocivo. A pesar de la rapidez con que cerré la puerta, me impresionó el silencio intenso de la oficina habitualmente atareada, y vi que algunos de los empleados estaban inmóviles en el piso y otros con las cabezas sobre sus escritorios, como dormidos.