Página 12 de 15
Los fantasmagóricos pasajeros, igualmente callados, estaban sentados muy rígidos o doblados en actitudes horriblemente grotescas sobre las barandas laterales.
7. El tren con su estela de muerte.
Si la facultad de raciocinio de un hombre estuviese alerta en una situación así (confieso que la mía estaba inactiva), sabría que no podía haber trenes en la estación de Cannon Street, ya que si no había en el aire oxígeno suficiente para mantener con vida a un hombre o una luz de gas, con seguridad que no la habría para que pudiese arder el fuego de una locomotora, aunque el maquinista conservara energías suficientes para atender a su tarea. El instinto es a veces mejor que la razón, y así fue en aquel caso. El ferrocarril llegaba en aquellos tiempos de Ealing por un profundo túnel bajo la ciudad. Cabría suponer que el ácido carbónico encontraría su primer refugio en ese pasaje subterráneo, a causa de su peso, pero no era ese el caso. Imagino que una corriente a lo largo del túnel traía desde los distritos suburbanos un suministro de aire relativamente puro que, durante algunos minutos después del desastre general, mantuvo la vida humana. Sea como fuere, los largos andenes de la estación subterránea de Cannon Street presentaban un espectáculo horrendo. Había un tren en el andén descendente. Las luces eléctricas ardían espasmódicamente. Aquel andén estaba atiborrado de hombres que luchaban entre sí como demonios, aparentemente sin razón, puesto que el tren estaba todo lo repleto que podía llegar a estarlo. Cientos yacían muertos, y cada tanto llegaba por el túnel una bocanada de aire viciado, con lo que cientos más abrían las manos crispadas y sucumbían. Los supervivientes luchaban sobre esos cuerpos, en filas que raleaban constantemente.