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Eran lienzos en donde el pintor había desarrollado escenas bíblicas
tremebundas: matanzas, asolamientos, fieros males; pero de tal manera,
Pío Baroja
que a pesar de la prodigalidad del artista en sangre, llagas y cabezas
cortadas, aquellos lienzos, en vez de horrorizar, producían impresión
alegre. Uno de ellos representaba la hija de Herodes contemplando la
cabeza de san Juan Bautista. La figuras todas eran de amable jovialidad;
el rey, con indumentaria de rey de baraja y en la postura de un jugador
de naipes, sonreía; su hija, señora coloradota, sonreía; los familiares,
metidos en sus grandes cascos, sonreían, y hasta la misma cabeza de
san Juan Bautista sonreía, colocada en un plato repujado.
Indudablemente el autor de aquellos cuadros, si no el mérito del dibujo
ni el del colorido, tenía el de la jovialidad.
A derecha e izquierda de la puerta de la casa corría el pasillo, de cuyas
paredes colgaban otra porción de lienzos negros, la mayoría sin marco,
en los cuales no se veía absolutamente nada, y sólo en uno se adivinaba,
después de fijarse mucho, un gallo rojizo picoteando en las hojas de una
verde col.
A este pasillo daban las alcobas, en las que hasta muy entrada la tarde
solían verse por el suelo calcetines sucios, zapatillas rotas, y, sobre las
camas sin hacer, cuellos y puños postizos.
Casi todos los huéspedes se levantaban en aquella casa tarde, excepto
dos comisionistas, un tenedor de libros y un cura, los cuales
madrugaban por mor del oficio, y un señor viejo, que lo hacía por