La lucha por la vida I (Pío Baroja) Libros Clásicos

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trechos círculos negruzcos, de la grasa del pelo de los huéspedes, que,
echados con la silla hacia atrás, apoyaban el respaldar del asiento y la
cabeza en la pared.

Los muebles, las sillas de paja, los cuadros, la estera, llena de
agujeros, todo estaba en aquel cuarto mugriento, como si el polvo de
muchos años se hubiese depositado sobre los objetos unido al sudor de


Pío Baroja

unas cuantas generaciones de huéspedes.

De día, el comedor era oscuro; de noche, lo iluminaba un quinqué de
petróleo de sube y baja que manchaba el techo de humo.

La primera vez que sirvió la mesa Manuel, obedeciendo las
indicaciones de su madre, presidía la mesa la patrona, según su
costumbre; a su derecha se sentaba un señor viejo, de aspecto
cadavérico, un señor muy pulcro, que limpiaba los vasos y los platos con
la servilleta concienzudamente. Este señor tenía a su lado un frasco con
un cuentagotas, y antes de comer comenzó a echar la medicina en el
vino. A la izquierda de la patrona se erguía la vizcaína, mujer alta,
gruesa, de aspecto bestial, nariz larga, labios abultados y color
encendido; y al lado de esta dama, aplastada como un sapo, estaba doña
Violante, a quien los huéspedes llamaban en broma unas veces doña
Violente y otras doña Violada.

Cerca de doña Violante se acomodaban sus hijas; luego, un cura que
charlaba por los codos, un periodista a quien decían el Superhombre, un
joven muy rubio, muy delgado y muy serio, los comisionistas y el tenedor

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