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Después, estiraron las piernas cansadas y discutieron el programa del día siguiente. Défago se encontraba de un humor excelente, aunque decepcionado por no haber encontrado ningún rastro todavía. Pero estaba oscureciendo y no había podido alejarse demasiado. El Brûlé era mal sitio también. Las ropas y las manos le olían a carbón.
Simpson, al mirarle, volvió a sentir con renovada intensidad que la situación seguía siendo la misma: los dos juntos en la soledad agreste.
-Défago -dijo-, estos bosques son... cómo decirlo, un poco demasiado grandes para sentirse uno a gusto... tranquilo, quiero decir... ¿no?
Con estas palabras tan sólo daba expresión a su sentir del momento. Apenas si estaba preparado para la seriedad, para la solemnidad, incluso, con que el guía acogió sus palabras.
-Está usted en lo cierto, jefe -exclamó, clavándole en el rostro sus ojos escrutadores-, Es la pura verdad. No tienen límite… ninguna clase de límite.
Luego añadió, bajando la voz como si hablara consigo mismo:
-Son muchos los que han descubierto eso, y han sucumbido.
Pero la gravedad que había en su actitud no agradó en absoluto a Simpson. Sus palabras y su expresión resultaban demasiado sugerentes en un escenario y un crepúsculo como aquellos. Lamentó haber tocado ese tema. De pronto le vino a la memoria lo que había contado su tío sobre una fiebre extraña que afectaba a los hombres en la soledad de la selva. Se sentían irresistiblemente atraídos por las regiones despobladas, y caminaban, fascinados, hacia su muerte. Y se le ocurrió que su compañero tenía ciertos síntomas afines a ese extraño tipo de afección. Desvió la conversación hacia otros derroteros. Habló de Hank y del doctor, así como de la natural rivalidad entre los dos grupos por ser los primeros en avistar un alce.