Quintín Durward (Walter Scott) Libros Clásicos

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Quintín Durward
Sir Walter Scott

Tomo I

   La guerre est ma patrie;
Mon harmois, ma maison;
Et en toute saison              
Combattre, c´est ma vie.    


Prólogo
     El escenario de esta novela se remonta al siglo XV, cuando el sistema feudal, que había sido la base de la defensa nacional y del espíritu caballeresco, por el cual, como por alma vivificadora, estaba animado ese sistema, comenzaba a modificarse y a ser reemplazado por esos grandes personajes que cifraban toda su felicidad en procurarse los objetos personales en los que habían puesto su apego exclusivo. El mismo egoísmo se había manifestado en tiempos aun más primitivos; pero era ahora por primera vez confesado sin tapujos, como un principio de acción a seguir. El espíritu caballeresco presentaba en sí la excelente cualidad de que, por muy exageradas y fantásticas que podamos juzgar sus doctrinas, estaban todas fundadas en generosidad y abnegación, las cuales, si desapareciesen de la faz de la tierra, harían difícil concebir la existencia de la virtud en la especie humana.
     Entre aquellos que fueron los primeros en ridiculizar y abandonar los principios de abnegación en que se instruyeron de jóvenes con todo esmero, figura en primer término Luis XI de Francia. Este soberano era de un carácter tan exclusivamente egoísta, tan incapaz de alimentar ningún propósito desligado de su ambición, codicia y deseo de goce egoísta, que casi parece una encarnación del propio demonio, al que le reconocemos la cualidad de hacer todo lo posible para corromper de raíz nuestras ideas sobre el honor. No hay que olvidar que Luis poseía gran dosis de ese ingenio mordaz que es capaz de poner en ridículo todo lo que un hombre hace en provecho de otro, y estaba, por consiguiente, muy calificado para representar el papel de amigo burlón e insensible.
     Desde este punto de vista, la concepción de Goethe del carácter y modo de razonar de Mefistófeles, del espíritu de tentación con que aparece en el Fausto, la tengo por más feliz que la debida a Byron, y aun que el Satanás de Milton. Estos dos grandes autores han concedido al Principio del Mal algo que eleva y dignifica su maldad: una resistencia sostenida e inconquistable contra la propia Omnipotencia, un desdén sublime del sufrimiento antes que someterse, y todos esos puntos de atracción en el autor del mal que han inducido a Burns y a otros a considerarle como el héroe del Paraíso perdido. El gran poeta alemán, por el contrario, ha pintado su espíritu seductor como el de un ser que, desprovisto de toda pasión, parece haber sólo existido para el propósito de incrementar, con sus persuasiones y tentaciones, la cantidad de depravación moral, y para despertar con sus seducciones esas pasiones dormidas que de otro modo podían haber permitido al ser humano, objeto de las asechanzas del Espíritu Maligno, deslizarse por la vida con sosiego.

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