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a cualquier parte que lo miréis es hermoso y tiene decencia, así en el andar
como en todo lo otro.
Y añadió más, diciendo:
-¡Oh Lucio!, en estas mis manos te crié, y ¿por qué no?, pues que tu
madre no solamente era mi amiga y compañera por ser mi prima, pero
porque nos criamos juntas, que ambas somos nacidas de aquella generación
de Plutarco, y una ama nos crió, y así crecimos juntamente como dos
hermanas, y nunca otra cosa nos apartó, salvo el estado, porque ella casó
con un caballero, yo con un ciudadano. Yo soy aquella Birrena cuyo
nombre muchas veces quizás tú oíste a tus padres. Así que te ruego vengas
a mi posada.
A esto yo, que ya con la tardanza de su hablar tenía perdida la
vergüenza, respondí:
-Nunca plega a Dios, señora, que sin causa o queja deje la posada de
Milón. Pero lo que con entera cortesía se podrá hacer será que cada vez que
hubiere de venir a esta ciudad, me vendré a tu casa.
En tanto que hablamos estas cosas, andando un poco adelante, llegamos
a casa de Birrena. La cual era muy hermosa: había en ella cuatro órdenes de
columnas de mármol, y sobre cada columna de las esquinas estaba una
estatua de la diosa Vic toria, tan artificiosamente labrada con sus rostros,
alas y plumas, que, aunque las columnas estaban quedas, parecía que se
movían y que ellas querían volar. De la otra parte estaba otra estatua de la
diosa Diana, hecha de mármol muy blanco, frente de como entran. Sobre la
cual estaba cargada la mitad de aquel edificio. Era esta diosa muy
pulidamente obrada: la vestidura parecía que el aire se la llevaba y que ella
se movía y andaba y mostraba majestad honrada en su forma. Alrededor de
ella estaban sus lebreles, hechos del mismo mármol, que parecía que
amenazaban con los ojos: las orejas alzadas, las narices y las bocas
abiertas; y si cerca de allí ladraban algunos perros, pensaras que salen de
las bocas de piedra.
En lo que más el maestro de aquella obra quiso mostrar su gran saber, es
que puso los lebreles con las manos alzadas y los pies bajos, que parece que