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te? ¡Vaya con la picaruela de la feligresa! No hay dos
como ella en Beaucaire.
A L F O N S O D A U D E T
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Redobláronse las risas. El amolador no se mo-
vió, y se limitó a decir en voz baja, sin levantar la
cabeza:
-Cállate, panadero.
Pero a ese demonio de panadero no le daba la
gana de callarse, y prosiguió más terne:
-¡Córcholis! No puede quejarse el camarada de
tener una mujer así. No hay medio de aburrirse con
ella un momento. ¡Figúrese usted! Una hermosa
que, se hace raptar cada seis meses, siempre tendrá
algo que contar a la vuelta.
Es lo mismo. ¡Bonito hogar doméstico! Imagí-
nese usted, señor, que no llevaban un año de matri-
monio, cuando ¡paf! va la mujer y se larga a España
con un vendedor de chocolate. El marido se queda
solito en la casa llorando y bebiendo. Estaba como
loco. Al cabo de algún tiempo volvió al país la her-
mosa, vestida de española, con una pandereta de
sonajas. Todos le decíamos:
-Escóndete, te va a matar.
Que si quieres, ¡matar! Se reunieron muy tran-
quilos, y ella le ha enseñado a tocar la pandereta.
Hubo una nueva explosión de risas. Sin levantar
la cabeza, volvió a murmurar otra vez el amolador
desde su rincón:
C A R T A S D E M I M O L I N O
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-Cállate, panadero.
El panadero no hizo caso, y continuó:
-¿,Creerá usted, señor, que tal vez a su regreso
de España se estuvo quieta la hermosa? ¡Quiá! ¡Que
si quieres! ¡Su marido había tomado aquello tan a
buenas! Eso le dio ganas de volver a las andadas.
Después del español, hubo un oficial, luego un ma-
rinero del Ródano, más tarde un músico, después,
¡qué sé yo! Y lo bueno, que cada vez la misma co-
media. La mujer se las lía, el marido llora que se las
pela, vuelve ella, consuélase él. Y siempre se la lle-
van, y siempre la recobra. ¡Ya ve usted si tendrá pa-