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pero poco a propósito para andar por los caminos,
demasiado mistral y excesivo sol, un verdadero día
de Provenza. Cuando llegó aquella maldita carta ha-
bía ya elegido mi abrigo (cagnard) entre dos rocas, y
A L F O N S O D A U D E T
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soñaba con permanecer allí todo el día como un la-
garto, embriagándome de luz y oyendo cantar los
pinos. En fin, ¿qué hemos de hacerle? Cerré el mo-
lino refunfuñando, y puse la llave debajo de la gate-
ra. Cogí el garrote y la pipa, y andando.
Llegué a Eygnières a eso de las dos. El villorrio
estaba desierto, todo el mundo en el campo. En los
olmos, cerca a la acequia, blancos de polvo, canta-
ban las cigarras como en pleno Crau. En la plaza de
la Alcaldía estaba un asno tomando el sol, y en la
fuente de la iglesia una bandada de palomas, pero ni
un alma para indicarme el convento de las huérfa-
nas. Por fortuna, aparecióseme de pronto un hada
vieja, hilando en cuclillas junto al quicio de su
puerta, le dije lo que buscaba, y como aquella hada
era muy poderosa, no tuvo más que levantar la rue-
ca, y enseguida se alzó ante mí, como por magia, el
convento de las huérfanas. Era un caserón destar-
talado y oscuro, muy orgulloso de ostentar sobre su
pórtico ojival una vetusta cruz de arenisca roja, con
un poco de latín alrededor. Junto a aquella casa, vi
otra más pequeña, postigos grises, el jardín detrás.
La conocí enseguida, y entré sin llamar.
En toda mi vida se me despintarán aquel largo
corredor fresco y tranquilo, la pared pintada de co-
C A R T A S D E M I M O L I N O
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lor de rosa, el jardinillo que oscilaba en el fondo a
través de una cortina de color claro, y en todos los
tableros flores y violines descoloridos. Parecíame
llegar a casa de algún antiguo bailío de los tiempos
de Maricastaña. Al fin del pasillo, a la izquierda, por