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tres saltos, el ahorcagato, el juego del odre y todo el
regocijado aparato de las fiestas de Provenza... Caía
A L F O N S O D A U D E T
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la noche cuando regresamos a Maillane. En la plaza,
frente al cafetín donde va Mistral por la noche a ju-
gar su partida con su amigo Zidore, hablan encen-
dido una gran hoguera... Organizábale la farándula
Faroles de papel recortado alumbraban por todas
partes entre la obscuridad; la juventud tomaba
puesto, y bien pronto, a un redoble de los tambori-
les, comenzó alrededor de las llamas un corro loco,
estrepitoso, que había de durar toda la noche.
Después de cenar, demasiado rendidos de can-
sancio para correr otra vez, subimos a la alcoba de
Mistral. Es un modesto dormitorio de campesino,
con dos grandes camas. Las paredes no tienen pa-
pel; se ven descubiertas las vigas del techo... Hace
cuatro años, cuando la Academia otorgó al autor de
Mireya el premio de tres mil francos, se le ocurrió a
la señora Mistral una idea.
-¿No te parece que hagamos empapelar y poner
cielo raso en tu alcoba? -preguntó a su hijo.
-¡ No, no! -respondió Mistral. -Esto es el dine-
ro de los poetas; no se le puede tocar.
Y el dormitorio quedó desnudo. Pero en tanto
que duró el dinero de los poetas, los que han acudi-
do a Mistral siempre han encontrado abierta su bol-
sa...
C A R T A S D E M I M O L I N O
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Me había yo llevado a la alcoba el manuscrito de
Calendal, y quise hacer que me leyese otro pasaje an-
tes de dormirme. Mistral eligió el episodio de la lo-
za. Helo aquí en pocas palabras:
Hay una gran comida, no sé dónde. Ponen en la
mesa una magnífica vajilla de loza de Moustiers. En
el fondo de cada plato hay un asunto provenzal, di-
bujado en azul sobre el vidriado; toda la historia re-
gional está allí dentro.
Así es de ver con cuánto amor está descrita esa