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árabes andrajosos. Hay allí, haciendo antecámara,
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una cincuentena, agachados a lo largo de las pare-
des, envueltos en sus albornoces. Aquella antecáma-
ra beduina, aunque está al aire libre, exhala fuerte
olor a piel humana. Pasemos pronto de largo... En-
cuentro en la oficina al intérprete enfrascado con
dos grandes vocingleros enteramente desnudos bajo
largas mantas mugrientas, y narrando con furibunda
mímica no sé qué historia de un rosario robado.
Me siento en un rincón, sobre una estera, y mi-
ro... Bonito traje el de intérprete. ¡Y qué bien lo lle-
va el intérprete de Milianah! Parecen pintiparados el
uno para el otro. La vestimenta es azul celeste con
alamares negros y relucientes botones de oro. El
intérprete es rubio, de color de rosa, pelo rizado; un
lindo húsar azul, lleno de buen humor y de ingenio
un poco parlanchín, ¡habla tantas lenguas! un poco
escéptico, ¡ha conocido a Renan en la escuela
orientalista! gran aficionado al sport, tan a gusto en el
vivac árabe como en las veladas de la subprefectura,
mazurkador como nadie y que hace el cuscús como
cualquiera. Parisiense en una palabra; he ahí mi
hombre, y no os asombrará que las mujeres se pi-
rren por él. En cuanto a dandysmo, sólo tiene un rival:
el sargento de la oficina árabe. Éste, con su levita de
paño fino y sus polainas con botones de nácar, es la
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desesperación y la envidia de la guarnición entera.
Destacado en la oficina árabe, está rebajado del ser-
vicio cuartelero, y siempre se le ve en la calle, de
guante blanco, recién rizado, con grandes cartapa-
cios bajo el brazo. Se le admira y se le teme. Es una
autoridad.
Decididamente, aquella historia del rosario ro-
bado amenaza ser muy larga. ¡Buenas tardes! No
espero al final.
Cuando me marcho, encuentro en efervescencia
la antecámara. La muchedumbre se agolpa alrededor
de un individuo de elevada estatura, pálido, altivo,