Cartas desde mi molino (Alfonso Daudet) Libros Clásicos

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navajazos.
Regreso con lentitud a la fonda, a lo largo de las
murallas. De la llanura suben adorables aromas de
naranjos y de tuyas. El aire es tibio, el cielo casi pu-
ro... Allá abajo, al extremo del camino, yérguese un
viejo fantasma de paredón, resto de algún templo
antiguo. Ese muro es sagrado; todos los días acuden
a él mujeres árabes a colgarle ex votos, fragmentos
de jaiques y de otras prendas, largas trenzas de ca-
bellos rubios atados con hilillo de plata, trozos de
albornoz... Todo eso se ve ondular bajo un tenue
rayo de la luna, al tibio soplo de la noche.

A L F O N S O D A U D E T

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LA LANGOSTA

Otro recuerdo de Argelia, y enseguida nos vol-
vemos al molino...
La noche de mi llegada a aquella granja del
Sahel, no me podía dormir. Lo nuevo del país, la
agitación del viaje, el aullar de los chacales y, ade-
más, un calor enervante, abrumador, una completa
sofocación, como si las mallas de la mosquitera no
dejasen pasar un soplo de aire...
Cuando abrí la ventana, al amanecer, una bruma
de estío, densa y moviéndose con lentitud, ribeteada
de negro y rosa en los bordes, flotaba en los aires
cual una nube de humo de pólvora sobre un campo
de batalla. Ni una hoja se meneaba, y en esos her-
mosos jardines que tenía ante mis ojos, las viñas es-
paciadas sobre las laderas al espléndido sol que

C A R T A S D E M I M O L I N O

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forma los vinos azucarados, los pequeños naranjos,
los mandarineros en largas filas microscópicas, todo
conservaba el mismo aspecto mohino, aquella in-
movilidad de hojas en espera de la tempestad. Los
mismos bananeros, esos grandes cañaverales de un
color verde claro, siempre agitados por alguna brisa
que enmaraña su fina cabellera tan leve, erguíanse
silenciosos y derechos, como penachos bien puestos
en su sitio.
Me quedé un momento mirando aquella mara-
villosa vegetación, donde se hallaban reunidos to-

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