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C A R T A S D E M I M O L I N O
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cautiverio. En vez de esa sequedad, de esa aridez
que por lo común, entristecen la costa, el Vaccarés,
con su ribera un poco alta, toda ella verde por la
hierba menuda, aterciopelada, ostenta una flora ori-
ginal y hechicera: centauras, tréboles acuáticos, gen-
cianas y esas lindas salicarias, azules en invierno,
rojas en estío, que transforman su color según los
cambios atmosféricos, y con una floración no inte-
rrumpida, señalan las estaciones por lo diverso de
sus matices.
Hacia las cinco de la tarde, hora en que el sol se
pone, presentan admirable aspecto esas tres leguas
de agua, sin una barca, sin una vela que limite y dé
variedad a su extensión. Ya no es el íntimo deleite
de los estanques y acequias que aparecen de distan-
cia en distancia entre los repliegues de un terreno
arcilloso, bajo el cual se siente filtrarse el agua por
todas partes, dispuesta a reaparecer en la menor de-
presión del suelo. Aquí la impresión es grande, vas-
ta. De lejos, ese cabrilleo de las ondas atrae
bandadas de fulgas, garzas reales, alcaravanes, fla-
mencos de vientre blanco y alas de color de rosa,
alineándose para pescar a lo largo de las márgenes,
disponiendo sus diversos tintes en una larga faja,
igual, y, además ibis, verdaderos ibis de Egipto, que
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están como en su propia casa entre ese espléndido
sol y ese mudo paisaje. En efecto, desde mi sitio no
oigo más que el chapoteo del agua y la voz del guar-
da que llama a sus caballos, dispersos en la orilla.
Todos tienen retumbantes nombres: ¡Cifer!... ¡duci-
fer!... ¡L’Estello!... ¡L’Estournello!»... Al oírse nom-
brar cada bruto, corre dando al viento las crines, y
acude a comer avena en la mano del guarda...
Más lejos, en la misma orilla, se encuentra una
gran manada de bueyes, paciendo en libertad como
los caballos. De vez en cuando veo por encima de