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sin cólera, considerándolo más como una víctima que como
un culpable y convencida de que Roberto la amaba lo mismo
que en otro tiempo.
Sus pesares, y ciertas vagas esperanzas, alimentaban sus
ensueños de joven, y su marido, que sospechaba el objeto de
tales ensueños, se irritaba interiormente. Después de haberlos
hecho servir mucho tiempo de pretexto para obligarla a vivir
como una enclaustrada, ya en Chambery, ya en el castillo de
Entremont, se había fundado en los pensamientos ocultos
que le atribuía para prohibirle, al dejarla en Turín, las relacio-
nes que él no hubiera autorizado. Desesperando de hacerse
amar, quería hacerse temer y podía creer que lo había logrado,
puesto que su mujer continuaba acatando dócilmente su
voluntad, aunque, estando separado de ella, le fuese imposi-
ble vigilarla.
Es verdad que Lucía no sufría con la soledad. Ausente su
marido y teniendo al lado a su hermana, esto bastaba para
que la joven se considerase tan feliz como se lo permitía la
herida de su corazón. Su persona estaba prisionera, pero su
pensamiento no lo estaba y podía abrirse libremente y a todas
horas al recuerdo de Roberto, del que seguía ardientemente
enamorada a pesar de los obstáculos insuperables que la se-
paraban de él.
E R N E S T O D A U D E T
10 II
Así habían transcurrido varias semanas sin que se anun-
ciase ningún cambio en la existencia melancólica de Lucía,
cuando, una mañana del mes de marzo, mientras la joven
acababa de despertarse al ruido que hizo su hermana al entrar
en el cuarto a darle un beso, el ama de gobierno, señora Ge-
rard, se dejó ver detrás de la muchacha.
La edad y la apostura de esta señora imponían respeto.
Tratada por sus jóvenes señoras, no como una subordinada,
sino como una amiga, ella dirigía la casa y les prodigaba sus
cuidados con una solicitud casi maternal, sin prescindir de la
deferencia que tenía, a pesar de sus cincuenta años y de sus
servicios, como un deber de estado.
La Gerard se quedó inmóvil en el umbral de la habita-