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nazarle, hace un momento, con ir a denunciarle a la policía
piamontesa. Si le encuentra a usted aquí, realizará su amena-
za.
-No me asusta -dijo Dalassene sonriendo. -Si el rey del
Piamonte se atreviera a ponerme la mano encima, la Conven-
ción, que le tiene aún consideraciones, enviaría un ejército
para libertarme y para vengar la afrenta que se le habría hecho
en mi persona. Su reino sería conquistado tan rápidamente
como lo ha sido el de Saboya, y no querrá correr ese riesgo.
-Entonces -insistió Lucía, -si el cuidado de su seguridad
no es bastante poderoso para hacerle salir de aquí, inspírese
usted en el de mi reposo y mi honor. He sido culpable reci-
biéndole a usted; lo soy más escuchándole. Le conjuro a us-
ted que se vaya.
-Sea, pues, pero partamos juntos.
Sin dejar a la joven tiempo para responderle, Roberto
ahogó bajo un lenguaje más tierno, más persuasivo y más
apasionado, la protesta que adivinaba en su mirada.
-Escúcheme usted, querida Lucía; desde que fuimos se-
parados el uno del otro, no ha habido día en que no haya
adorado a usted más ardientemente que el anterior. He que-
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rido en vano olvidarla, y ni las tempestades de la existencia
infernal que ha sido la mía, ni la violencia de los excesos a
que me he entregado, han podido borrar en mí la imagen de
usted. La he llorado, la he llamado, y cuanto más lejos estaba
usted, más se excitaban mis deseos, mis esperanzas, mi vo-
luntad de recobrarla.
-¿Para qué hablarme así? -imploró Lucía. -¡Me desgarra
usted el alma! No puedo hacer nada para consolarle.
Pero Roberto no la oía, arrebatado por la pasión, y si-
guieron cayendo de su boca palabras de fuego.
-Un día, no pudiendo ya resistir, he resuelto ver a usted
a toda costa y me he hecho designar por la Convención co-
mo comisario en Saboya. Creí que estaba usted en Chambery,
supe allí que estaba usted en Turín, y aquí me tiene.