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me sirven de guardia, y, gracias a ellos, partiremos sin correr
ningún peligro. ¿Consiente usted en lo que le propongo?
-Consiento -murmuró Lucía desfallecida. Pero, por
Dios, déjenos.
-Y sobre todo -continuó Dalassene, -no vaya usted a
cambiar de opinión. Si falta usted a la cita, me verá reapare-
cer. Vendré a buscarla, y si soy preso, usted será la que me ha-
brá entregado.
Bajo la influencia de aquella voz alternativamente ruda y
cariñosa, se operaba una metamorfosis en el alma de Lucía.
Lejos de ofenderse por las exigencias de Roberto, las inter-
pretaba como una prueba de amor, las sufría con embriaguez
y, después de haber vacilado tanto, se decidía.
Lucía se irguió y fijando los ojos en los del amante a que
se entregaba, dijo con firmeza:
H A C I A E L A B I S M O
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-Cuando yo prometo, cumplo. Vaya usted a esperarme
en la plaza del San Carlos.
Dalassene, no quería otra cosa, y viendo que Clara y la
Gerard empezaban a alarmarse por su corto diálogo con Lu-
cía, que ellas no habían podido oír, les anunció que cedía a
sus ruegos.
-No tome usted el camino por el que ha venido, caballe-
ro -le recomendó la Gerard. -Es inútil exponerse a encontrar
a su abuelo y a la gente de la policía. El jardín tiene dos sali-
das; voy a conducir a usted a una de ellas, en la que puede
estar seguro de no encontrar a nadie.
-El portero me ha visto entrar. ¿ No vale más que me
vea salir? -objetó Dalassene. –Si me cree en la casa y así se lo
dice a los esbirros, querrán registrarlo todo.
-Mejor -dijo vivamente Lucía. -Mientras lo buscan a us-
ted aquí, no le buscarán en otra parte y tendrá tiempo para
huir.
El peligro que corría Dalassene no permitía largas des-
pedidas, por lo que fueron breves e impregnadas de cierta
frialdad por parte de Clara y de la Gerard, que no dejaban de
guardar rencor al viajero inoportuno que había turbado su
apacible existencia.