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energía de una voluntad que ella tradujo con un acento firme
y grave.
-No me toca juzgar tu conducta, Lucía. Siempre he
aprobado lo que has hecho y aprobaré lo mismo lo que ha-
gas, con tal de que no nos separemos. Estoy sola en el mun-
do y desde la muerte de nuestro padre he alimentado la
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esperanza de que nuestra vida sería común; si la destruyeses,
me destrozarías el corazón. No quiero separarme de ti, y
puesto, que crees necesario volver a Saboya, llévame.
-¡Qué alegría me das manifestándome así tu ternura, ni-
ña querida! ¿Cómo negarte lo que pides, puesto que esa ne-
gativa sería en mí un acto de ingratitud? Quieres seguirme y
compartir mi suerte; consiento en ello. Pero comprende que
podemos, marchándonos las dos esta noche, parecer unas
fugitivas. Además, hay una infinidad de cosas que arreglar
antes de dejar este país; los baúles que hacer, mil objetos que
llevar. Esos preparativos exigirán unos días, al cabo de los
cuales podrás ponerte en camino con la Gerard. Ahí la tienes;
ella te dirá que el partido que te aconsejo es el más prudente.
La Gerard volvía, en efecto, después de haber hecho sa-
lir secretamente a Roberto. Clara corrió a ella y le dijo:
-Lucía nos deja esta noche para irse a Chambery, y tú y
yo no tardaremos en reunirnos con ella.
El ama de gobierno recibió esta noticia sin sorpresa ni
emoción.
-Lo sospechaba -respondió. -En los cortos instantes que
acabo de pasar con el señor de Dalassene, éste me ha dicho
bastante para hacerme comprender que sus consejos han
prevalecido aquí.
-Me acusas, Gerard? -preguntó Lucía.
-No, señora querida, no acuso a usted por querer salvar
su fortuna ni por ir a Chambery a salvarla. ¿Quién podría
acusar a usted? Lo que encuentro lamentable es que se vaya
en compañía de ese joven, que es un compañero muy com-
E R N E S T O D A U D E T