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prometido para una señora. Acaso valiera más retardar ese
viaje unos días; nos iríamos las tres juntas y no estaría usted
menos segura bajo mi protección que bajo la que usted ha
aceptado.
La Gerard acompañó estas palabras con un ademán
amenazador para los malandrines que pudieran encontrarse
en su camino, ademán que puso en evidencia su alta y ro-
busta talla, sus vigorosos brazos y sus manos callosas y hue-
sudas. Sí, ella era capaz de defender a las viajeras de todos los
peligros del camino y la opinión que formulaba estaba inspi-
rada en la prudencia. Pero Lucía, recordaba la promesa hecha
a Roberto y temía verle reaparecer si no la cumplía. Este te-
mor, y, sin duda, más aún la perspectiva de un viaje delicioso,
hízola rebelde a los buenos consejos.
-Olvidas, Gerard, que es urgente que se me vea en
Chambery. El tiempo apremia y sería doloroso llegar tarde.
Había que renunciar a toda discusión, y así lo hizo la
Gerard. Su autoridad tenía límites; era enteramente moral y
no podía nada contra la voluntad de Lucía. Solamente un
suspiro dio testimonio del pesar que experimentaba por no
poder hacer aceptar sus consejos.
-Pero, para marcharse -dijo, hace falta un coche. ¿Cómo
procurárnoslo esta noche? Hay además que preparar el equi-
paje; nada está preparado.
-No necesito coche; Roberto tiene el suyo -respondió
Lucía. -En cuanto a mi equipaje, vosotras me lo llevaréis
cuando vayáis a buscarme. No me hace falta nada para el ca-
mino, puesto que debo viajar día y noche, y una maleta de
H A C I A E L A B I S M O
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mano me bastará. En Chambery, donde estaremos pasado
mañana, encontraré todos los objetos que dejé allí. Ven a
ayudarme a hacer estos pequeños preparativos, querida. No
tenemos tiempo que perder.
Lucía se fue a su cuarto y Clara y la Gerard la siguieron.
La joven enamorada se puso a arrojar con prisa febril en un
saco de cuero sus alhajas y un poco de dinero, se envolvió en
un manto y, sin parecer sensible al llanto de su hermana y del