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Ella abrió los armarios, dijo a Maurice que cogiera lo que quisiera, como si estuviera en su casa, y se retiró.
Cuando Maurice salió, encontró a Dixmer, que le condujo al comedor, situado en la parte del edificio a donde se le había conducido al principio; la cena estaba dispuesta, pero la habitación aún estaba vacía.
Maurice vio entrar a los seis invitados. Eran hombres de aspecto agradable, jóvenes la mayor parte, y vestidos a la moda; dos o tres, incluso llevaban casaca y gorro rojo. Dixmer se los presentó a Maurice y a continuación invitó a todos a sentarse a la mesa.
-Y... el señor Morand -dijo tímidamente Geneviève-, ¿no le esperamos?
-¡Ah!, es cierto. El ciudadano Morand, del que ya le he hablado, es mi socio. Podría decirse de él que es el encargado de la parte moral de la casa; se encarga de la caja, las facturas y todo el papeleo. Es quien tiene mayor trabajo de todos nosotros, por eso se retrasa algunas veces. Voy a avisarle.
En ese momento se abrió la puerta y entró el ciudadano Morand.
Era un hombre pequeño, moreno, con las cejas espesas y anteojos verdes. A las primeras palabras que pronunció Maurice reconoció su voz como la imperiosa y dulce que se había manifestado partidaria de los métodos suaves durante la discusión de la que él había sido el objeto. Vestía un traje oscuro con grandes botones, una chaqueta de seda blanca, y su pechera, bastante fina, estuvo atormentada durante la cena por una mano cuya blancura y delicadeza admiraron a Maurice. Tomaron asiento. La cena resultaba poco común: Dixmer tenía apetito de industrial y hacía los honores a su mesa; los obreros, o quienes pasaban por tales, eran dignos compañeros suyos en este menester; el ciudadano Morand hablaba poco, comía menos aún, no bebía casi, y reía raramente; Maurice, quizás a causa de los recuerdos que le traía su voz, experimentó enseguida una viva simpatía por él.
Dixmer se creyó en la obligación de explicar a sus invitados la razón por la que un extraño se encontraba entre ellos y, aunque no se dio muy buena maña en la introducción del joven, su discurso satisfizo a todos. Maurice le miraba con asombro y no se explicaba que aquel hombre pudiera ser el mismo que poco antes le perseguía amenazante con una carabina en la mano.