El tulipán negro (Alejandro Dumas) Libros Clásicos

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Luego, cuando ambos fueron bien martirizados, bien desgarrados, bien despojados, el populacho los arrastró desnudos y sangrantes a una horca, donde los aficionados a verdugo les colgaron por los pies.
Tras éstos acudieron los más cobardes, que no ha biéndose atrevido a golpear la carne viviente, cortaron en tiras la carne muerta, y luego se fueron a vender por la ciudad los pedazos de Jean y de Corneille a diez sous1 el trozo.
No podríamos decir si a través de la abertura casi imperceptible del postigo el joven vio el final de aquella terrible escena, pero lo cierto es que en el mismo momento en que colgaban a los dos mártires en la horca, él atravesaba la muchedumbre, que se hallaba demasiado ocupada con la alegre tarea que realizaba para ocuparse de su presencia, y llegaba a la Tol-Hek, siempre cerrada.
-¡Ah, señor! -exclamó el portero-. ¿Me traéis la llave?
-Sí, amigo mío, aquí está -respondió el joven.
-¡Oh! Es una gran desgracia que no me hayáis traí do esta llave solamente media hora antes -dijo el portero suspirando.
-¿Y por qué? -preguntó el joven.
-Porque hubiese podido abrir a los señores De Witt. Mientras que, habiendo encontrado la puerta ce­
rrada, se han visto obligados a volver atrás. Han caído en manos de los que les perseguían.
-¡La puerta! ¡La puerta! -exclamó una voz que parecía pertenecer a un hombre con prisas.
El príncipe se volvió y reconoció al coronel Van Deken.
-¿Sois vos, coronel? -dijo-. ¿No habéis salido todavía de La Haya? Esto es cumplir tardíamente mi orden.
-Monseñor -respondió el coronel-, ésta es la tercera puerta ante la que me presento. Las otras dos las he hallado cerradas.
-¡Pues bien! Este valiente nos abrirá ésta. Abrid, amigo mío -ordenó el príncipe al portero que se había quedado pasmado ante el título de monseñor que acababa de darle el coronel Van Deken a aquel joven tan pálido al que había tratado tan familiarmente.
Así, para reparar su falta, se apresuró a abrir la Tol-Hek, que giró chirriando sobre sus goznes.
-¿Monseñor quiere mi caballo? -preguntó el co ronel a Guillermo.
-Gracias, coronel, tengo una montura que me espera a unos pasos de aquí.
Y cogiendo un silbato de oro de su bolsillo, sacó de este instrume nto, que en aquella época servía para llamar a los criados, un sonido agudo y prolongado, al cual acudió un escudero a caballo, llevando una segun da montura de la brida.

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