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Después de haber dado las gracias a sus conciudadanos, Corneille fue a ver su vieja casa paterna, y ordenó algunas reparaciones antes de que madame De Witt, su mujer, viniera a ella para instalarse con sus hijos.
Luego, el Ruart se dirigió a la casa de su ahijado, que tal vez era el único en Dordrecht que ignoraba todavía la presencia del Ruart en su ciudad natal.
Tanto como Corneille de Witt había levantado los odios manejando esas semillas nocivas que se llaman las pasiones políticas, otro tanto había amasado Van Baerle simpatías olvidando completamente el cultivo de la política, absorbido como estaba en el cultivo de los tulipanes.
Por eso, Van Baerle era querido por sus criados y por sus obreros; por eso no podía suponer que existiera en el mundo un hombre que quisiera mal a otro hombre.
Y sin embargo, digámoslo para vergüenza de la Humanidad, Cornelius van Baerle tenía, sin saberlo, un enemigo mucho más feroz, mucho más encarnizado, mucho más irreconciliable, de los que hasta entonces habían contado el Ruart y su hermano entre los orangistas más hostiles a esta admirable fraternidad que, sin nube durante la vida, acababa de prolongarse por el sa crificio más allá de la muerte.
En el momento en que Cornelius comenzó a entregarse a los tulipanes, arrojó en ellos sus rentas del año y los florines de su padre. Había en Dordrecht y viviendo puerta a puerta con él, un burgués llamado Isaac Boxtel, el cual, desde el día en que había alcanzado la edad del conocimiento seguía la misma pendiente y se pasmaba al solo enunciado de la palabra tulban, que, como asegura el floriste français, es decir, el historiador más erudito de esta flor, es la primera palabra que, en la lengua de Chingulais, ha servido para designar esa obra muestra de la creación que se llama tulipán.
Boxtel no tenía la suerte de ser rico como Van Baerle. Había conseguido, pues, con gran trabajo, a fuerza de cuidados y de paciencia, un jardín adecuado para el cultivo en su casa de Dordrecht; había preparado el terreno según las prescripciones requeridas y dado a sus bancales precisamente tanto calor y frescor como la farmacopea de los jardineros autoriza.
Con la casi veinteava parte de un grado, Isaac sabía la temperatura de sus parterres. Conocía el peso del viento y lo tamizaba de forma que lo acomodaba al balanceo de los tallos de sus flores.