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Recordaba haber visto a Marguerite con mucha frecuencia en los Campos Eliseos, donde ella iba con asiduidad, a diario, en un pequeño cupé azul tirado por dos magníficos caballos bayos, y haber notado en ella una distinción poco común en sus semejan tes, distinción que realzaba aún más una belleza realmente excepcional.
Cuando salen, estas desgraciadas criaturas siempre van acompañadas, a saber de quién.
Como ningún hombre consiente que se publique el amor nocturno que siente por ellas, como ellas tienen horror a la soledad, llevan consigo o bien a aquellas que, menos afortunadas, no tienen coche, o bien a alguna de esas viejas elegantes cuya elegancia carece de motivos, y a quienes puede uno dirigirse sin temor, cuando quiere saber cualquier tipo de detalles acerca de la mujer que acompañan.
No ocurría así con Marguerite. Llegaba a los Campos Elíseos siempre sola en su coche, donde intentaba pasar lo más desapercibida posible, cubierta con un gran chal de cachemira en invierno, y con vestidos muy sencillos en verano; y, aunque en su paseo favorito se encontrara con mucha gente conocida, cuando por casualidad les sonreía, su sonrisa sólo era visible para ellos, y una duquesa hubiera podido sonreír así.
No se paseaba desde la glorieta a los Campos Elíseos, como lo hacen y lo hacían todas sus compañeras. Sus dos caballos la llevaban rápidamente al Bosque. Allí bajaba del coche, andaba durante una hora, volvía a subir a su cupé, y regresaba a su casa al trote de sus caballerías.
Todas aquellas circunstancias, dé las que yo había sido testigo algunas veces, desfilaban ante mí, y me
dolía la muerte de aquella chica, como duele la destrucción total de una hermosa obra.
Y es que era imposible ver una belleza más encantadora que la de Marguerite.
Alta y delgada hasta la exageración, poseía en sumo grado el arte de hacer desaparecer aquel olvido de la naturaleza con el simple arreglo de lo que se ponía. Su chal de cachemira, que le llegaba hasta el suelo, dejaba escapar por ambos lados los anchos volantes de un vestido de sedá, y el grueso manguito que ocultaba sus manos y que ella apoyaba contra su pecho estaba rodeado de pliegues tan hábilmente dispuestos, que ni el. ojo más exigente tenía nada que objetar al contorno de las líneas.
La cabeza, una maravilla, era objeto de una particular coquetería.