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––¿Está sola? ––pregunté.
––Con otra mujer.
––¿No hay hombres?
––No.
––Vamos.
Mi amigo se dirigió hacia la puerta del teatro.
––Eh, que no es por ahí ––le dije.
––Vamos a comprar unos bombones. Me los ha pedido.
Entramos en una confitería del pasaje de la Opera.
Yo hubiera querido comprar toda la tienda, y hasta me preguntaba de qué podíamos llenar la bolsa,
cuando mi amigo pidió: ––Una libra de uvas escarchadas. ––¿Sabe usted si le gustan? ––Todo el mundo sabe que sólo come bombones de esos. Ah ––continuó cuando hubimos salido––,
¿sabe usted a qué clase de mujer voy a presentarlo? No vaya a figurarse que es una duquesa, es simplemente una entretenida, y de lo más entretenida, querido amigo; así que no se ande con remilgos y diga todo lo que se le ocurra.
––Bueno, bueno ––balbuceé, y lo seguí, diciéndome que iba a curarme de mi pasión.
Cuando entré en el palco, Marguerite reía a carcajadas.
Yo hubiera querido que estuviera triste.
Mi amigo me presentó. Marguerite me hizo una ligera inclinación de cabeza y dijo:
––¿Y mis bombones?
––Aquí están.
Al cogerlos, me miró. Bajé los ojos y enrojecí.
Se inclinó al oído de su veciná, le dijo unas palabras en voz baja, y ambas rompieron a reír.
Con toda seguridad era yo la causa de aquella hilaridad; mi confusión aumentó. Por aquella época tenía
yo por amante a una burguesita muy tierna y sentimental, cuyo sentimiento y mela ncó licas cartas me hacían reír. Comprendí el daño que debía de hacerle por el que yo experimentaba, y durante cinco minutos la quise como nadie ha querido nunca a una mujer.
Marguerite comía las uvas sin preocuparse de mí.
Mi introductor no quiso dejarme en aquella ridícula posición.
––Marguerite ––dijo––, no se extrañe de que el señor Duval no le diga nada, pero es que lo tiene usted
tan turbado, que no acierta a decir una palabra. ––Más bien creo yo que el señor lo ha acompañado aquí porque a usted lo aburría venir solo. ––Si eso fuera cierto ––dije yo entonces ––, no habría rogado a Ernest que le pidiera a usted permiso para
presentarme. ––Quizá no fuera más que un modo de retrasar el momento fatal.
Por poco que uno haya vivido con chicas de la clasé de M arguerite, sabe el placer que les causa dárselas de falsamente ingeniosas y embromar a la gente que ven por primera vez.