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Sentía por momentos un estremecimiento extraño, y lo combatía, oponiéndole el endurecimiento de sus últimos veinte años. Esta situación lo cansaba. Veía con inquietud que se debilitaba en su interior la horrible calma que le había hecho adquirir la injusticia de su desgracia. Y se preguntaba con qué la reemplazaría. En algún instante hubiera preferido estar preso con los gendarmes, y que todo hubiera pasado de otra manera; de seguro entonces no tendría tanta intranquilidad. Todo el día lo persiguieron pensamientos imposibles de expresar.
Cuando ya el sol iba a desaparecer en el horizonte y alargaba en el suelo hasta la sombra de la menor piedrecilla, Jean Valjean se sentó detrás de un matorral en una gran llanura rojiza, enteramente desierta. Estaría a tres leguas de D. Un sendero que cortaba la llanura pasaba a algunos pasos del matorral.
En medio de su meditación oyó un alegre ruido. Volvió la cabeza, y vio venir por el sendero a un niño saboyano, de unos diez años, que iba cantando con su gaita al hombro y su bolsa a la espalda. Era uno de esos simpáticos muchachos que van de pueblo en pueblo, luciendo las rodillas por los agujeros de los pantalones.
El muchacho interrumpía de vez en cuando su marcha para jugar con algunas monedas que lle vaba en la mano, y que serían probablemente todo su capital. Entre estas monedas había una de plata de cuarenta sueldos.
Se detuvo cerca del arbusto sin ver a Jean Valjean y tiró las monedas que hasta entonces había cogido con bastante habilidad en el dorso de la mano. Pero esta vez la moneda de cuarenta sueldos se le escapó y fue rodando por la hierba hasta donde estaba Jean Valjean, quien le puso el pie encima. Pero el niño había seguido la moneda con la vista. No se detuvo; se fue derecho hacia el hombre.
El sitio estaba completamente solitario. El muchacho daba la espalda al sol, que doraba sus cabellos y teñía con una claridad sangrienta la salvaje fisonomía de Jean Valjean.
-Señor -dijo el saboyano con esa confianza de los niños, que es una mezcla de ignorancia y de inocencia-: ¡Mi moneda!
-¿Cómo lo llamas? -preguntó Jean Valjean.
-Gervasillo, señor.
-Vete -le dijo Jean Valjean.
-Señor, dadme mi moneda volvió a decir el niño.
Jean Valjean bajó la cabeza y no respondió.