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Éste, fiel a la memoria, de su alta nobleza que acreditaba con el valor, lanzóse al campo rodeado de innumerables guerreros, y no se retiró hasta que con la muerte merecida de los culpables, llevando al extremo la venganza, é mismo incurrió en la nota de culpable. ¡Oh, rey valentísimo de nuestra época!, ojalá tu mano gloriosa empuñe siempre el cetro, y lo que vale más, ¿podría descarte gloria mayor?, ojalá recibas el aplauso de la belicosa Roma y de su excel-so César. Vuelvo al punto de partida. Me quejo, carísimo amigo, de que el estrépito de las armas venga a acrecentar mis dolores. Cuatro veces el otoño ha visto, surgir las Pléyadas, desde que carezco de vuestra compañía sepultado en estas riberas infernales. No vayas a creer que Ovidio suspira por las diversiones de la vida romana, y, no obstante, las echa de menos con pesar.
Pues ya, dulces amigos, os hacéis presentes a mi memoria, ya pienso en mi hija y mi cara esposa, y después me imagino que salgo de casa y paseo por los sitios más hermosos de la ciudad, y los recorro todos con los ojos del pensamiento y visito las plazas, los palacios y los teatros revestidos de mármol,
o los pórticos de suelo igualado y el césped del campo de Marte, desde donde se contemplan jardines, deleitosos, y los estanques y las aguas de Euripo y la fuente Virginal. ¿Por ventura, al arrebatarse a este mísero los placeres de Roma, se le permite gozar de otra campiña cualquiera? Mi ánimo no se obstina en apetecer los campos perdidos, o los sembrados fértiles de la comarca de los Pelignos, ni los jardines plantados en las colinas que sombrean los pinos, y se descubren en el punto donde la vía Clodia se junta con la Flaminia, jardines que yo mismo cultivé sin saber para quién, y a los que solía, no me avergüenza confesarlo, conducir las aguas de la próxima fuente. Si existen todavía, allá se yerguen árboles en otros tiempos por mí plantados, pero cuyos frutos no ha de recoger mi mano.