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ferocidad de su amor propio o su deseo de conservación antes del
nacimiento de este amor (24), modera el ardor que siente por su bienestar
con una innata repugnancia a ver sufrir a sus semejantes. No creo que deba
temer una contradicción concediendo al hombre la única virtud natural que
se ha visto obligado a reconocer el más furioso detractor de las virtudes
humanas. Me refiero a la piedad, disposición adecuada a seres tan débiles
y sujetos a tantos males como somos nosotros; virtud tanto más universal y
tanto más útil al hombre cuanto que precede al uso de toda reflexión, y
tan natural, que las bestias mismas dan de ella algunas veces sensibles
muestras. Sin hablar de la ternura de las madres con sus pequeños y de los
peligros que arrostran para protegerlos, obsérvase a diario la repugnancia
que experimentan los caballos a pisotear un cuerpo vivo. Un animal no pasa
nunca al lado de otro de su especie muerto sin sentir cierta inquietud;
hasta hay animales que les dan una suerte de sepultura, y los tristes
mugidos del ganado entrando en el matadero anuncian la impresión que
recibe ante el horrible espectáculo que contempla. Con placer se ve al
autor de la fábula Las abejas (25), obligado a reconocer al hombre como un
ser compasivo y sensible, abandonar su estilo frío y sutil para ofrecernos
la patética imagen de un hombre encerrado que ve fuera a una bestia feroz
arrancar a un niño de brazos de su madre, triturar con sus mortíferos
dientes sus débiles miembros y desgarrar con sus uñas las entrañas
palpitantes de la criatura. ¡Qué horribles estremecimientos experimenta
ese testigo de un suceso en el cual no interviene su interés personal!
¡Qué angustias sufro por no poder prestar auxilio alguno a la madre
desvanecida y a la expirante criatura!
Tal es el puro movimiento de la naturaleza, anterior a toda
reflexión; tal la fuerza de la piedad natural, que las costumbres más