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Finalmente me enteré que el rumor público era que había muerto de mi caída, y este rumor se extendió tan rápida y pertinazmente que, más de quince días después de que yo estuviera al corriente, el mismo rey y la reina hablaron de ello como dándolo por seguro. Según lo que se cuidaron de escribirme, al anunciar el Courrier d´ Avignon la feliz noticia, no le faltó anticipar en tal ocasión el tributo de ultrajes e indignidades que, a guisa de oración fúnebre, le preparan a mi memoria tras mi muerte.
La noticia vino acompañada de una circunstancia aún más singular que no conocí sino por casualidad y de la que no he podido saber ningún detalle. Y es que habían abierto al mismo tiempo una suscripción para la impresión de los manuscritos que se encontraren en mi casa. Por tal me compuse que tenían preparada una colección de escritos fabricados adrede para atribuírmelos después de mi muerte: pensar que imprimirían fielmente alguno de los que realmente pudieran encontrar era una tontería que no podía entrar en la mente de un hombre
Librodo
sensato y contra la que quince años de experiencia no han hecho sino protegerme sobremanera.
Estas observaciones, hechas una a una y seguidas de muchas más que no eran menos sorprendentes, amedrentaron de nuevo mi imaginación, que creía mitigada, y las negras tinieblas que iban acrecentando en mi derredor sin desmayo reanimaron todo el horror que por naturaleza me inspiran. Me cansé haciendo mil comentarios sobre todo aquello e intentando comprender unos misterios que se han vuelto inexplicables para mí. El único resultado constante de tantos enigmas fue la confirmación de todas mis conclusiones precedentes, a saber que, habiendo sido fijados de consuno por toda la generación presente el destino de mi persona y el de mi reputación, ningún esfuerzo por mi parte podía sustraerme a ello, ya que me es del todo imposible trasmitir legado alguno a otras épocas sin que pasen, en ésta, por manos interesadas en suprimirlo.
Mas esta vez fui más lejos. El cúmulo de tantas circunstancias fortuitas, el encumbramiento de todos mis más crueles enemigos afectados, por así decir, por la fortuna, cuantos gobiernan el Estado, cuantos dirigen la opinión pública, todas las personas de posición, todos los hombres de crédito escogidos como con cuidado entre los que contra mí tienen cierta secreta animosidad, para coadyuvar al común complot, este acuerdo universal es demasiado extraordinario para ser puramente fortuito.