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Puedo jurar que no sólo no tenía idea alguna de la moneda falsa, sino que apenas la tenía de la corriente. Sabía mucho mejor cómo sé hacía un as romano que nuestras monedas de tres sueldos.
La tiranía de aquel hombre acabó por hacerme insoportable un trabajo a que me habría aficionado y por llenarme de vicios que hubiera aborrecido: la mentira, la holgazanería, el robo. Nada me ha dado una idea tan clara de la diferencia que hay entre la dependencia filial y la esclavitud servil como el recuerdo de la metamorfosis que se verificó en mi. Naturalmente tímido y vergonzoso, de ningún defecto estaba tan lejos como de la desvergüenza; pero había gozado de una prudente libertad que hasta entonces se había ido restringiendo poco a poco y acabó por desvanecerse completamente. En el hogar paterno fuí atrevido; libre, en casa del señor Lambercier; discreto, en la de mi tío; en casa de mi amo me volví temeroso, y desde aquel momento fuí un perdido. Acostumbrado a una perfecta igualdad con mis superiores en cuanto al modo de vivir, a no ver una diversión que me fuese vedada, ni un manjar de que no participase; a no tener que ocultar ningún deseo; en fin, a tener el corazón en los labios, júzguese qué pude ser en una casa donde ni siquiera me atrevía a despegarlos; donde era preciso abandonar la mesa antes de concluirse la comida y salir del cuarto tan luego como nada tenía que hacerse en él; donde, amarrado al trabajo sin cesar, no veía más que satisfacciones para los demás y sólo privaciones para mí; donde la idea de la libertad del amo y de mis compañeros aumentaba el peso de mi servidumbre; donde no me atrevía a abrir la boca cuando se disputaba sobre cosas que sabía mejor que ellos; en fin, codiciaba todo cuanto veía sólo porque me veía privado de todo. Adiós, bienestar y alegría; adiós, felices ocurrencias que tan a menudo, en tiempos mejores, me habían valido el perdón de algún castigo. No puedo recordar sin reírme que un día, en casa de mi padre, habiendo sido condenado por alguna travesura a acostarme sin cenar, y pasando con un triste pedazo de pan por la cocina, oh y miré el asado dando vueltas al asador. Estaban todos alrededor del fuego, y tenía que acercarme a dar las buenas noches; cuando hube saludado a todos, mirando de soslayo el asado, que tan buen aspecto tenía y olía tan bien, no pude menos de inclinarme también ante él, diciendo con tono lastimoso: ¡Adiós, asado! Esta candorosa salida les hizo tanta gracia, que me hicieron quedar, levantándome el castigo.