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12 Se percibe aquí un germen de lo que aquel sutil y riguroso lector de Rousseau que fuera Immanuel Kant acuñará bajo la forma de la "segunda formulación" de su Imperativo Categórico, raíz de una importante tradición de deontología moral. Ver I. Kant: Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres (1785).
Librodo
importancia que su poderoso monarca Alejandro, con toda su grandeza, no se hubiera atrevido a ordenar la muerte de un macedonio criminal mientras el acusado no hubiese comparecido ante sus conciudadanos para defenderse y no hubiese sido condenado por ellos. Pero fueron los romanos quienes se distinguieron de todos los pueblos de la tierra por los miramientos del gobierno para con los particulares, así como por su escrupuloso cuidado en respetar los derechos inviolables de todos los miembros del Estado. Nada había entre ellos más sagrado que la vida de los simples ciudadanos; se necesitaba la asamblea de todo el pueblo para condenar a alguien; ni el senado ni los cónsules, con toda su majestad, tenían el derecho de hacerlo, y en aquél, el pueblo más poderoso de la tierra, el crimen y la pena de un ciudadano suponían la pública desolación. Y así, pareció tan duro verterla sangre de un ciudadano por cualquier crimen, que la ley Porcia conmutó la pena de muerte por la de exilio para todos aquellos que quisiesen sobrevivir a pesar de la pérdida de tan dulce patria. En Roma y en sus ejércitos se respiraba ese amor entre conciudadanos y ese respeto hacia el nombre romano que elevaba el ánimo e inflamaba la virtud de quien tenía el honor de llevarlo. El sombrero de un ciudadano liberado de esclavitud, la corona cívica del que había salvado la vida de otro, era lo que con mayor complacencia se admiraba en la pompa de los triunfos; y es de señalar que, de las coronas que honraban las bellas hazañas guerreras, sólo la cívica y la de los triunfadores eran de hierba y de hojas, pues todas las demás eran de oro. Así es como Roma fue virtuosa y se hizo la dueña del mundo. ¡Jefes ambiciosos!: el pastor también gobierna a sus perros y a sus ganados y no es más que el último de los hombres. La belleza del gobierno depende de que quienes nos obedecen puedan honrarnos. Por lo tanto, respetad a vuestros conciudadanos y os haréis respetar; respetad la libertad y aumentará vuestro poder; no sobrepaséis vuestros derechos y éstos se harán ilimitados.