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-Nunca; lo sé, y sé que todos mis esfuerzos serán inútiles; cederé, si, cederé a la fuerza de los sucesos empero nunca pondré yo misma la primera piedra para el edificio de mi deshonra. Haced, don Enrique, lo que gustéis; pero puesto que queréis guerra, guerra os juro de muerte...
-María, es en vano; desprecio tus balandronadas mira ese pergamino: tu firma hace falta al pie...
-Dejadme... Soltad...
-No os iréis sin firmarle.
-¿Cuál es su contenido?
-Una demanda de divorcio que pedís vos misma...
-¿Yo? Soltad.
-No -exclamó don Enrique deteniéndola con una mano, mientras le enseñaba el pergamino extendido sobre la mesa con la otra, en que relucía su agudo puñal.
-¡Nunca! ¡Socorro! ¡Elvira! ¡Elvira! -gritó la desesperada condesa huyendo hacia la cámara.
-Callad o sois muerta -interrumpió con voz reconcentrada el conde, fuera de sí, arrojándose delante de ella para impedirle la salida-; callad o temblad este puñal.
Pero ya era tarde: la condesa había llegado al colmo de su indignación, que estallaba en aquella coyuntura con tanta más fuerza cuanto mayor tiempo había estado comprimida en el fondo de su corazón. En vano procuraba taparla la boca su iracundo esposo imponiéndole repetidas veces la mano sobre los labios; no bien la separaba, sonidos inarticulados se escapaban del pecho de la condesa y resonaban por los ámbitos del salón en balde trataba el conde de sujetarla a sus plantas, la condesa, de rodillas conforme había caído al querer huir, hacía inconcebibles esfuerzos por desasirse de aquellos lazos crueles que la detenían.
-¿No firmaréis? -repitió cuando la tuvo más sujeta don Enrique-. ¿No firmaréis?
En este momento se oyó una puerta que, girando sobre sus goznes ruidosos, iba a dar entrada en el salón a Elvira, que asustada acudía a las voces de su señora.
-Sí -gritó levantándose la de Albornoz animada con el ruido de la puerta, que hacía perder asimismo su posición opresora al conde-, sí, firmaré, firmaré -y añadiendo "pero de esta manera", y precipitándose sobre el pergamino, lo arrojó al fuego inmediato, sin que pudiera evitarlo don Enrique estupefacto, a quien había quitado la acción la inesperada vista de Elvira.