Reconquistar Plenty (Colin Greenland) Libros Clásicos

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Los altaceanos estaban encorvados en sus taburetes y se hallaban profundamente sumidos en la melancolía de su eterno malestar. Tenían los hocicos inflamados, y los efectos irritantes de esa atmósfera a la que nunca conseguirían acostumbrarse hacían que no parasen de gotear. Los alienígenas intercambiaron una ruidosa retahíla de resoplidos y suspiros y le hicieron señas con la mano. Sabían reconocer a una transportista independiente en cuanto la veían.
-¿Tenéis cristales de eje? -gritó Tabitha-. ¿Tenéis algún cristal de eje para una Bergen Kobold?
Los altaceanos dejaron escapar unos cuantos bufidos jadeantes y movieron las manos señalando sus montones de respiradores viejos e intercambiadores de calor desmontados como si aquellos tesoros fueran los únicos objetos necesarios para llevar una existencia feliz y cómoda. Tabitha perdió un valioso minuto de su tiempo extrayendo de la base de un montículo algo que parecía prometedor pero que resultó ser un anillo de refracción cáustica. Tabitha volvió a dejarlo encima del montón. Haberse metido en el mercadillo era la forma más estúpida imaginable de perder el tiempo.
Esquivó a un grupo de espacionautas borrachos vestidos con los colores de la Shenandoah que acababan de salir de un bar y se divertían gritando y dándose empujones los unos a los otros, siguió adelante y empezó a abrirse paso por entre la multitud que había invadido las orillas del Gran Canal. Dejó atrás turistas gordos vestidos con atuendos rarísimos alguaciles reconocibles por sus monos abolsados y una cámara personal manejada a control remoto cuya cabeza giraba de un lado a otro registrando cuanto ocurría en beneficio de su propietario, quien había tomado la sabia decisión de quedarse en casa. Una embarcación avanzaba majestuosamente por el canal con sus velas de milar restallando bajo el impacto de las ráfagas de viento. Detrás de ella se arrastraba un deslizador alquilado por los trabajadores de la Corporación Mivvy para dar una fiesta. Cinco palernianos subidos a una balsa de apariencia muy frágil eran visibles por entre los cordajes de la embarcación. Los palernianos gritaban y agitaban sus enormes brazos lanudos mientras intentaban subir a un atracadero privado. Tabitha les observó mientras pensaba que nunca aprenderían a comportarse como era debido. Una mujer alta y delgada se asomó por un balcón y vació un cubo lleno de agua sobre sus cabezas. La multitud suspendida de los parapetos y asomada a las ventanas y apiñada en las calles y los tejados la aplaudió y vitoreó su represalia con silbidos y gritos estridentes.

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