Cuesta abajo (Leopoldo Alas Clarín) Libros Clásicos

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Y una cosa, señor D. Narciso: no hay que dejarse invadir por los recuerdos. No vale llorar ni rebelarse contra lo pasado.
Mis apuntes no son para eso. Lo muerto, muerto. Todo pasa, to-do es accidental. Todo apasionamiento por lo que es forma, por lo que dibuja el tiempo, es idolatría. En eso estábamos: ¿somos o no somos filósofos?
Adelante.
Emilia quiso explicarme la extraña conducta de Elena.
-Ahí donde la ve V., con esa cara de pilluelo de París, con su afectación de frescura, de alegría loca, de indiferencia para lo poético, es más romántica que yo, y eso que la tía y ella me llaman la Jorge San­dia, porque leo libros que a ellas no les gustan. Pues Elena, que apenas lee, ¡es más cavilosa! Niña y todo, ¡tiene unas ocurrencias, allá, en sus adentros! Pocas veces le pasa lo que hoy, eso sí; pocas veces se pone tan excitada, tan nerviosa que deje escapar esas palabras retumbantes. De fijo a estas horas está avergonzada de lo que ha dicho y se ha es­condido. Lo que es por hoy despídase V. de ella: no la vuelve a ver.
Mi madre y la tía nos llamaron desde la solana.
-¡A casa, a casa, que hay relente y le hace daño a Elena!
Empezaba la noche. ¿Qué hacer? ¿Cómo iba mi madre a empren­der el camino de casa en tales horas, por aquellas endiabladas callejas? Se resolvió, venciendo el empeño contrario de mi madre, que ella se quedaría a dormir en el Pombal, y yo, después de cenar con todas ellas, me volvería a nuestra quinta, jinete en la pacífica yegua en que hacía sus cortas excursiones la señora tía, con un mozo de labranza por espo­lique.

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