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della, aun ella no sabía
si era tristeza o contento.
Con este enigma, que aun hoy
ni le descifro ni entiendo,
a las puertas del palacio
me quedé absorto y suspenso,
sin saber adónde irme
(mas ¿qué mucho, si violento
estuviera en otra parte,
pues ya era aquélla mi centro?),
cuando a no pequeño espacio
escucho decir al eco
en desacordadas voces
de mal formados acentos:
"¡Fuego!" No hube menester
segundo informe, supuesto
que, para saber adónde,
fue oírle y verle tan a un tiempo
que llegó a mí tan veloz
la llama como el estruendo.
El cuarto de Serafina
era el que en breve momento
de alcázar pasó a volcán,
de palacio a Mongibelo.
Toda su fábrica hermosa,
ruina del voraz incendio,
pirámide era de humo,
tan alta que los reflejos
de sus erradas centellas,
con presunción de luceros,
a pesar del viento, ardían
de esotra parte del viento.
Mal hubiese el aparato,
mal hubiese el lucimiento
de tanta encendida antorcha
como le adornó primero;
pues, descuidada pavesa
del abrasado festejo
el asunto dio al acaso
y a mí el asunto y el riesgo.
Pues, como más desvelado
o más cercano, creyendo
que en otro incendio llevaba
perdido a cualquiera el miedo,
me arrojé a entrar y, pasando
del hidrópico elemento
las ya destroncadas ruinas,
con que voraz y sediento
hacía iguales desperdicios
de lo precioso y lo bello,
sin que aquí al oro, allí al jaspe
tuviese su [s]ed respeto,
sin que respeto tuviese
su hambre aquí al pulido aseo
ni allí al precioso menaje,
abrasando y consumiendo
desde el dorado artesón
al chapeado pavimiento,
aquí estudios del telar
y allí del pincel desvelos,
"¡Cielos, piedad!" una voz
en desmayado lamento
dijo, cuyo boreal norte
me dio en una cuadra puerto,
donde Serafina hermosa,
casi en el último aliento