Las manos blancas no ofenden (Pedro Calderón de la Barca) Libros Clásicos

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de su vida, sin sentido,
duraba con sentimiento.
Ni bien desnuda, ni bien
vestida estaba; que a medio
traje debió de cogerla
el sobresalto y, queriendo
escapar, fue de la fuga
rémora el desmayo. ¡Ah, cielos,
y quién supiera pintarla!
Pero aun contado no quiero,
cuando ella se está abrasando,
estarme yo discurriendo.
Con ella cargué en los brazos
y, Eneas de amor, rompiendo
canceles de fuego y humo,
salí al primer patio, a tiempo
que ya la lloraban muerta
los que, así como la vieron,
quitándola de mis brazos,
cuidaron de su remedio,
albergándola en la casa
de un anciano caballero,
sin que de mí ni mi acción
hiciese ninguno dellos
caso. Mas ¿qué acción de pobre
se ha agradecido más que esto?
¿Quién creerá que a quien me quita
estado, lustre y aumento
diese la vida? Mas ¿quién
no lo creerá, si, acudiendo
ahora a desdoblar la hoja
que dejé, a confesar llego
que es la causa su hermosura
y no el aborrecimiento
del padre, para que echase
a Lisarda de mi pecho?
Diga del primer amor
lo que quisiere el más cuerdo;
que, en llegando a ver segundo,
siempre al segundo me atengo.
Quien me acuse de mudable
meta la mano en su pecho,
y verá cuántos cariños
de ayer son hoy cumplimientos.
En demanda, pues, de tanta
dicha como me prometo
o de la locura mía
o de su agradecimiento,
ya que dilató este acaso
saraos, justas y torneos,
prevenido, como pude,
de créditos y dineros,
galas, armas y caballos,
declarado amante vuelvo
a festejarla y servirla,
no sin esperanza, puesto
que, para que me conozca
dueño de su vida, llevo
una seña en esta joya
que, al quitármela del pecho,
la quité del pecho yo
para testigo y acuerdo
de mi acción. Fundado en ella

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